Hotel Tamanaco, 31 de mayo 2006
“Alerta, alerta, que camina la espada de Bolívar por América Latina”. Estamos alertados. Recuerdo mis impresiones años atrás, en 1992 para ser exacta, cuando pensé, o sería mejor decir, sentí, “Militarismo, Nacionalismo, Violentismo”. Tres palabras que vinieron a mí sin en aquel momento darles toda la credibilidad. Después, en 1998, esas tres palabras volvieron a presentarse en la pantalla del televisor. Y luego, en 1999, para, por una vez más, ser precisa, cuando ocurrió el cambio de nombre de la República. Comprendí entonces que el mayor daño simbólico estaba consumado y que una sombra totalitaria se había extendido en el paisaje. No hay que preocuparse, dijeron algunos, son caprichos. Las palabras no son tan caprichosas, las palabras tienen significados, las palabras merecen respeto. Por no darle importancia a las palabras la República quedó adjetivada con el apellido de un hombre. No importa cuán grande haya sido el hombre, la República resultó personalizada, apropiada, privatizada. Me pregunto si alguien, por el hecho de haber casualmente nacido en este país, o por haber querido pertenecerle, está obligado a ser de alguien, de Simón Antonio Bolívar Palacios, si fuera el caso. Al menos, en las repúblicas de la Europa del Este, el término adquirido fue de República Socialista, o República Democrática. Términos públicos. Aquí no, aquí estamos obligados a llevar el apellido de una persona. Aquí Bolívar dejó de ser el Padre de la Patria para no sólo originarla sino tomarla y hacerla suya. Aunque, como podrán ver los lectores de este libro, en realidad no se trata de una persona. La situación es todavía más complicada.
Manuel Caballero ha venido cumpliendo con lo que su oficio le impone, interpretar la historia del país, y, al hacerlo, ha tenido que enfrentar la comprensión de la República Bolivariana de Venezuela. Cuando leí el libro que hoy tengo el gusto de presentar, esas tres palabras que me tocaron la puerta, dejaron de ser intuiciones, temores, o atisbos. En sus páginas se conceptualizan y quedan localizadas en la historia. Yo no estoy segura, nadie podría estarlo, de que todo lo que acontece tenga alguna vinculación directa e inevitable con Simón Antonio Bolívar Palacios, que descanse alguna vez en paz, pero en la medida en que leía el libro, debo confesarlo, fui dudando del héroe. No me refiero, por supuesto, a la gesta emancipatoria, por fuerza, militar. Me refiero a las consecuencias doctrinarias de su ideario político. Algunas investigaciones que Caballero desarrolla en esta obra nos hacen pensar que en el pensamiento de Bolívar estaba el germen, “El huevo de la serpiente”, como la célebre película de Bergman.
La primera sorpresa que encontramos en la lectura -o al menos lo fue para mí- es la evocación de tres nombres aborrecibles de la historia europea: Mussolini, Hitler y Franco. Vayan estas citas: “La Italia fascista vislumbra en Simón Bolívar un temperamento en extremo cercano a nuestra sensibilidad política”, dice un señor Giuseppe Botai, destacado ministro del gobierno mussoliniano. Otra perla: “Bolívar se enfrentó a todos los sistemas políticos y las enseñanzas que legó a la posteridad coinciden de manera admirable con los principios fundamentales que se están aplicando en Alemania”. El texto es de 1938 de W. Dietrich. La tercera es de Giménez Caballero, encargado de la propaganda del régimen franquista, quien considera que el “auténtico pensamiento bolivariano, realizado en la Historia ni siquiera por el propio Bolívar, sino por Francisco Franco, gran lector y meditador sobre esta auroral y precursora figura hispanoamericana”. Tendremos entonces que admitir, aunque sea paradójicamente y a regañadientes, que el Libertador se ve en estos textos emparentado por lazos de familia con el Duce, el Führer y el Caudillo.
En la caracterización de estos regímenes Caballero señala las siguientes condiciones: la exaltación de la guerra; el antifederalismo; la obsesión unitaria; el culto del pueblo; el culto de la tradición; el irracionalismo; el odio al pensamiento; el odio al liberalismo; el llamamiento a las clases medias frustradas; el repudio de los gobiernos parlamentarios; la intolerancia al desacuerdo; la obsesión por el complot; el patriotismo; la xenofobia; el antisemitismo; la misoginia; el pueblo -el Volk, el “populo”- como amalgama de la patria, la nación y la raza, entidad monolítica que expresa la voluntad común; la masa como protagonista; el desprecio de los partidos y las instituciones; el militarismo. En fin, una suma de características que deben sonarles conocidas en la aplicación contemporánea de la doctrina bolivariana, que el autor llama “el bolivarismo del siglo XXI”. Encontramos en ese capítulo un interesante trayecto por las fuentes que nutren el libro remitiéndonos a textos que se han ocupado principalmente de este asunto.
No pretendo recontar aquí cada una de estas fuentes exploradas por el autor, pero algunas conclusiones puntuales son indispensables. El primero de Germán Carrera Damas, estudio pionero, destaca el culto bolivariano como factor de unidad nacional, sustitutivo de otras entidades como las de la creencia religiosa o la raza que han servido para ese mismo fin en otras naciones. El culto del pueblo, desarrollado en su origen histórico por Elías Pino Iturrieta, y en su origen mítico por Yolanda Salas, se transforma, por obra de los gobernantes venezolanos y las instituciones, incluida la Iglesia, en culto para el pueblo. Con Diego Bautista Urbaneja comprendemos que la pretensión de colocar a Bolívar en el sitial de la democracia es imposible. Bolívar considera ciudadanos a aquellos que demuestran tres cualidades: provenir de la elite militar que luchó en el bando patriota; ser propietario; e ilustrado (entiendo que ser capaz de leer y escribir). Me gustaría añadir una cuarta característica, que no menciona el autor, pero que creo recordar estaba presente: ser hombre. Evidentemente, en la república bolivariana, concebida por su primer dueño, no todos eran iguales. De modo que la postulación de Bolívar como el índice de la democracia total no puede de ninguna manera sustentarse con rigor histórico. El Bolívar democrático es una deformación o falsificación útil a su empleo político. Sobre esto insistirá Carrera Damas al hablar del “legado oculto de Simón Bolívar”, que no lo es porque el protagonista haya ocultado algo, sino porque llega a nosotros como una suerte de paquete envuelto y disfrazado en la quincalla bolivariana militar. En conclusión: el Libertador no consideraba al pueblo venezolano apto para vivir en libertad; la democracia y su expresión constitucional, el federalismo, resultaba contraria al interés nacional; y la necesidad de imponer un despotismo ilustrado, una suerte de “poder moral” como consecuencia. Por último, con Luis Castro Leiva comprendemos que el bolivarianismo se transforma en una filosofía política, y al mismo tiempo, en una religión de Estado.
Quisiéramos dejar intacto al profeta y acusar a los sacerdotes de las tergiversaciones doctrinarias. Quisiéramos creer que provenimos de un semidiós infalible. Y ese deseo nos habla de nuestra miseria. Es la ignorancia de la historia, como describe ampliamente en uno de los capítulos Caballero, lo que permite, o bien hacernos creer que Bolívar es todo lo que se dice de él, o bien que han sido las falsas interpretaciones las que han producido la doctrina bolivariana.
Nos gustaría pensar que son los momentos actuales los que nos hacen aborrecer la palabra “bolivariano”, por la sobre exposición que se le ha impuesto. Lo son la Misión Milagro, la Misión “Vuelvan caras”, aunque Páez no lo fuese tanto, y Mercal; lo son los ministros, los alcaldes, los funcionarios, las franelas, las empanadas, las sabanas y los ríos, los huecos de la calle, la televisión, la trocha y el Carrao de Palmarito. Hasta el Municipio Libertador es redundantemente bolivariano. Lo bolivariano que hay en mí –que no es demasiado predominante pero tampoco podría negarlo absolutamente por una cuestión de fidelidad histórica- me hace creer que nada de eso se le ocurrió a Simón Antonio, pero, quizá, me digo, no se le ocurrió porque murió antes de que fuera posible pensarlo. En realidad lo terrible es que no es necesario conocer los conceptos para usarlos. Yo estoy razonablemente segura de que el 4 de febrero no se inspiró en el concepto de significante de Saussure, ni tampoco en el Gran Otro, como significante inconsciente de Lacan, y sin embargo, ¡qué bien los usaron!
Bolívar, de todas las cosas, derivó en un inmenso significante, una gigantesca clave simbólica que opera como Ley del Amo, indiscutible y voraz, que le permitió incluso tragarse el socialismo –tema que algo me dice le hubiera horrorizado, aunque sí creo que le gustara el gasoducto, como proyecto continental, y, a lo mejor, no hubiera despreciado la guerra asimétrica, si Dios le hubiese dado más años y mejor salud. Y tampoco podemos culpar del todo al diestro operador del significante mayúsculo de la venezolanidad; está dentro de nosotros, como el huevo de la serpiente.
La lectura de Por qué no soy bolivariano tiene una doble cualidad. Por un lado es un libro disfrutable, de pluma sabrosa, escrito para el ensayo fino y la ilustración dosificada, como son la sección dedicada a los “Evangelios Apócrifos”, es decir, la mitología barata incluida en el combo revolucionario bolivariano; o el análisis del calendario escolar que pone los pelos de punta por su evidente propósito de copar no sólo la sociedad, sino las conciencias, como dice el autor; la historia del bolivarianismo durante el siglo XX para seguir las transformaciones de mito fundacional en teoría política; así como las reflexiones certeras y un tanto solitarias de Manuel Caballero aquel 4 de febrero que sumió al país en el desconcierto.
Pero debo advertirles que éste es un libro muy dramático, como lo es todo libro que se enfrenta a una verdad. Es un libro apóstata que reniega de la fe de nuestros mayores. No culpemos a Manuel Caballero. Está cumpliendo con su deber, comprender la historia.