Siete Dias, El Nacional digital. 22/01/2017.
El hecho de que la sociedad se pregunte acerca de la naturaleza del régimen que se mantiene en el poder es por sí mismo un indicador muy significativo de la situación política venezolana. Ese desconcierto muestra que, a pesar del tiempo transcurrido desde su instalación en 1999, el reconocimiento, o si se quiere diagnóstico, de la revolución bolivariana no ha sido claro, y por ello amplios sectores no logran localizarlo en el mapa político. Concurren varias circunstancias. En primer lugar, la propia estrategia del régimen que hasta hace muy poco ha tenido la habilidad de moverse en dos tableros: por un lado, sostener algunos elementos inherentes al sistema democrático, como el voto popular o las formalidades de la división de los poderes públicos (TSJ, CNE, AN, etc.). Por otro, el discurso, que si bien no se ajusta totalmente a los parámetros democráticos, recurre a términos como libertad, justicia, igualdad, y otros que salpican lo que en verdad es un discurso antiliberal y en muchos sentidos antidemocrático. Ese tablero seudo democrático transcurre en paralelo a otro en el que se toman acciones decididamente dictatoriales (expropiaciones sin indemnización, violaciones de derechos humanos, persecución y encarcelamiento de los adversarios políticos, control hegemónico de los medios de comunicación, entre otras).
Otra circunstancia que incide en esta dificultad para el reconocimiento de las características del régimen es la cultura política anterior. Varias generaciones de venezolanos fueron educadas en los valores democráticos, y se acostumbraron a que las elecciones significaran cambios de gobierno pero no cambios de régimen. Ha sido difícil para muchos comprender y aceptar que no fue eso lo que sucedió en diciembre de 1998. Algunos creen que lo ocurrido es una consecución de desastres e incapacidades; otros niegan sistemáticamente que sea una revolución, y menos socialista, porque esos términos están asociados con bienestar y redistribución, olvidando las catástrofes que han sufrido los países comunistas durante el siglo XX, y permanecen en el XXI en algunos países. Y olvidando también que revolución significa literalmente cambio de elites y estructuras sin que ello prejuzgue acerca de lo vicioso o virtuoso del cambio. La tercera circunstancia es que el liderazgo opositor ha contribuido en gran medida a esta confusión porque muy pocas voces se han comprometido con la caracterización del régimen.
Llegados a 2017, con la eliminación de elecciones (revocatorio y regionales), continuo encarcelamiento de opositores, control estatal de los recursos básicos (Carnet de la patria), confiscación económica (hiper inflación y sustracción del papel moneda), anulación de la división de poderes, con claras intenciones de disolver la Asamblea Nacional, único reducto democrático, no deberían quedar dudas de que vivimos en una dictadura poscomunista: mafia y control.