13ª Feria Internacional del Libro. Universidad de Carabobo, 20 de octubre de 2012.
Ha debido ser a fines de 2002, comienzos de 2003, cuando conocí a Michaelle Ascencio en persona; ya para entonces había leído unos cuantos de sus libros, pero caminábamos por distintos circuitos y no nos habíamos encontrado personalmente. Apretando la memoria creo que fue este primer encuentro en unos, valga la repetición, encuentros que yo, como presidenta del Pen de Venezuela estaba intentando promover con la finalidad de que los escritores, a pesar de las contingencias políticas, continuáramos hablando de literatura. Eran reuniones informales, con ese nombre, “solo literatura” en un café de Caracas. Por mi parte quedé muy impresionada por la gracia y la elegancia de sus comentarios, y por la de ella supongo que también se interesó en conocernos más, y efectivamente hicimos una cita, en otro café, con la idea de conversar largo y tendido. A partir de entonces no tuve ninguna duda de que había dado con la interlocutora ideal para aquellos momentos. En realidad, debo decir que mi amistad con Michelle Ascencio estuvo desde el principio teñida por los acontecimientos políticos, y así ha continuado, aunque más adelante matizaré esto de acontecimientos políticos. También coincidimos en ser autoras de la misma casa editorial, Alfa, y en alianza con los editores desarrollamos juntas un programa bastante exitoso que se llamó Letras libres. Se celebraba un sábado al mes en una de las librerías Alejandría, con el propósito de comentar algún libro. El programa lo diseñó Michaelle y consistía en invitar al autor junto con un interlocutor que animara el diálogo y a la vez aportara su punto de vista. Creo que todos resultaron bastante buenos, pero pocos o ninguno trataron de literatura. Transitamos más bien por los temas sociales, psicosociales, de actualidad política. Por teléfono coordinábamos el asunto y sugeríamos los nombres que nos parecían apropiados de acuerdo con el tema. Todo esto indica de entrada y claramente que mi vínculo con ella estaba determinado por la conversación, el intercambio, la sugerencia de ideas. No quisiera dar la impresión de que estas conversaciones eran sesudos diálogos académicos; Michaelle tiene la cualidad de poder lanzar ideas brillantes en medio de un comentario gracioso, o una simple alusión a la cotidianidad. Eso sí, es una interlocutora exigente, y eso es lo que hace que conversar con ella sea siempre una experiencia intelectual. La conversación puede comenzar por un tema banal y cotidiano pero yo sé que en algún momento viene la pregunta, o la reflexión inteligente, sin perder el humor, desde luego, que es lo que finalmente nos salva.
A lo largo de la década Michaelle me ha venido dando una mirada que yo no tenía, la de la antropología cultural. Dicho así suena muy escolar pero no lo es en absoluto. Es la mirada de alguien que está siempre atenta a lo que ocurre, y lo relaciona con múltiples líneas que van de lo subjetivo, lo social, lo cultural, lo religioso, lo histórico, a los mitos universales. Eso que ocurre puede ser algo que vio en un programa de televisión, un diálogo con un conductor de buseta o con la señora que le arregla las manos en la peluquería. Inocentemente la gente habla con ella y ella está escuchando al país en su aparentemente inocente intercambio. De ese modo la persona en cuestión se convierte en un texto a leer y comprender, y la persona pasa a un segundo plano porque Michaelle ha encontrado en ella la punta de un mito, el signo de un conflicto, el reflejo de un país. En fin, para llamar a las cosas por su nombre Michaelle Ascencio es una investigadora del imaginario social venezolano. De ese abigarrado conjunto de percepciones, autopercepciones, creencias, expectativas, y un largo etcétera que conforman la trama interna de una sociedad.
Por supuesto que yo me he beneficiado de esto, y ya es para mí una costumbre llamarla para saber qué piensa de tal o cual cosa; a veces ya ella sabe de lo que estoy hablando, otras no; entonces le hago el relato, y espero la lectura. No tengo ninguna duda de que mi libro La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolucion Bolivariana surgió de estas conversaciones, porque fue Michaelle la que me enseñó a leer en varios canales el mismo hecho. Pero sobre todo a leer lo que ocurre en vivo y en directo. Esto, en un tiempo como el que vivimos los venezolanos es una fuente de iluminación permanente. Espero haber sido una buena alumna, pero estoy segura de que soy una alumna agradecida. Y esto también es significativo porque Michaelle es una persona que regala sus ideas con gran generosidad, lo que no es siempre tan frecuente. Supongo que sus alumnos deben saberlo muy bien. Y la enseñanza es otra de las aristas que quiero tocar.
Aunque tenía noticias de los cursos de estudios liberales de la Fundación del valle de San Francisco, no los conocía personalmente y fue ella la que me introdujo en el asunto porque me adelantaba los temas que pensaba dar, o los comentarios que había recogido en las clases que había impartido, y despertó mi curiosidad, de modo que ahora yo soy también adicta a esta institución que Michaelle llama “la universidad de María Fernanda” porque fue fundada por María Fernanda Palacios, Roberto Ruiz y Rafael Cadenas. Pues bien, comencé a asistir a las clases que Michaelle daba en la universidad de María Fernanda y allí vi como despliega lo que ya dije de sus conversaciones pero, ahora sí, vinculándolo con los textos. Y es un ejercicio de sorpresas porque las novelas (generalmente sus cursos versan sobre alguna novela clásica), aparecen a una luz muy distinta de la de una lectura literaria. Es eso pero mucho más. Jane Eyre en relación con el concepto de lo sublime o lo siniestro, o el mito de la creación, y la ética calvinista. Por dar un ejemplo. Esa multiplicidad de la mirada, y de la lectura, creo yo define su pensamiento. Michaelle hace eso que en la tradición anglosajona se denomina ser “un lector”, el que puede atravesar un texto desde múltiples referencias. Pero algo más, que quizá el lector anglosajón no haría, y es la teatralización de la lectura. Tiene cualidades actorales y eso le permite captar la atención del auditorio por mucho tiempo, sabe como llevar con la voz el interés del escucha, y romper un momento teórico con una anécdota cotidiana o un comentario de chispa criolla. No es una dramatización preparada estratégicamente, es la misma manera de conversar que ya describí antes pero en este caso bien temperada por las referencias leídas. Los que no tenemos estas cualidades nos vemos obligados a escribirlo todo.
Entro en algunas particularidades de los libros de la autora que hoy nos ocupa. Las novelas son también, no podría ser de otra manera, piezas en las que la oralidad está muy presente. También la historia, que es otro de sus temas, pero la historia buscando tramas no dichas, ocultas, que finalmente revelan como si tal cosa ese imaginario del que vengo hablando. Tenemos dos hasta ahora publicadas por Alfa, Amargo y dulzón, y Mundo, demonio y carne. Me detengo en esta última porque precisamente entra en uno de los temas preferidos de la autora: la religiosidad. Recuerdo perfectamente que en nuestro encuentro inicial Michaelle estaba metida en la escritura de esa novela, y recuerdo también que decía sentirse muy extravagante, o un tanto extraña, de que en medio de todo lo que estaba sucediendo en el país ella vivía preocupada por su protagonista, una muchacha que obligaron a vivir en un convento en el siglo XIX. Bueno, es que así es la vocación de la escritura. Yo siempre pienso en Virginia Woolf, que cayendo las bombas sobre Londres da una conferencia sobre preocupaciones feministas; o en Marguerite Yourcenar, que escribió el capítulo de la muerte de Adriano (en Memorias de Adriano) mientras cambiaban el piso de su casa en Maine. Eso ha sido un gran consuelo para mí, cuando me veo un tanto dislocada escribiendo una novela situada en el siglo XVII mientras perdemos las elecciones, recordar a Michaelle diciendo que cómo ella estaba metida en los problemas de un convento en el siglo XIX con todo lo que estaba pasando. Pero hablé de la religiosidad y vuelvo a ello.
Como psicoanalista he realizado muchas entrevistas a lo largo de mi vida, y hasta he dado clases sobre el particular. Pero me faltaba ver la modalidad de “entrevista express”. Era un Jueves Santo, muy buena fecha para la religiosidad, y estábamos invitadas las dos y Yolanda Pantin a almorzar en casa de una amiga escritora muy querida, Gisela Kozak. El caso es que los estacionamientos estarían cerrados y decidimos tomar un taxi. Un día sin tráfico, y además con un destino muy cercano. No creo que entre una cosa y otra pasaran más de quince minutos. Lo primero que observo es que Michaelle sin dudarlo se sienta al lado del conductor. ¿Y qué, no ha podido ir a rezar hoy?, le suelta de buenas a primeras. Yo quedé preocupada de que el hombre se molestara con la pregunta tan personal, pero nada de eso ocurrió. El hombre explicó que estaba obligado a trabajar hasta ese día, y Michaelle enfiló la batería. Pero su familia sí fue, ¿no es verdad? Claro, su familia estaba en la procesión del Nazareno de San Pablo. De allí en adelante todo fue muy rápido. Antes de que llegáramos a casa de Gisela ya sabíamos que nuestro conductor era devoto de la virgen del Carmen, y no solo eso, sino que le debía la vida a la virgen que lo salvó milagrosamente de un accidente automovilístico.
Michaelle estaba por esos días terminando su libro De que vuelan, vuelan. Imaginarios religiosos venezolanos. En un error típico de los intelectuales venezolanos yo pensaba que la religiosidad es un asunto importante en Colombia o en México, o en otros países. No aquí. Michaelle Ascencio me sacó del error, y vaya sí he aprendido. Ahora estoy atenta a las señales, aunque desde luego sin ser capaz de acometer las entrevistas express. Y vaya sí hay señales de la importancia de la religiosidad en el imaginario venezolano. Lo que pasa es que hay que abrir los ojos y los oídos. Últimamente no es raro leer sorprendidas opiniones de que sí, como que sí, como que la religiosidad en el liderazgo político es un tema a comprender. Sorprendidos porque no han leído a Michaelle Ascencio, pienso para mí, y lo digo en voz alta. Michaelle ha sido una de las pocas voces (justo es recordar ahora a Yolanda Salas) que han estado tratando de decir la importancia fundamental del imaginario religioso en la vida venezolana contemporánea, sus implicaciones sociales y políticas. Se doctoró en etnología y antropología en la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales de París, tutoreada por Marc Augé, no se le iba a escapar esto. Allá los que no quieran leerla, se quedarán rascándose la cabeza en sus cavilaciones. Yo, por mi parte, tengo el privilegio de simplemente llamarla y contarle lo que he visto; luego escucho.
No quiero cerrar estas líneas sin dejar constancia de mi quizás único desacuerdo importante con Michaelle Ascencio. Como es sabido, para los caraqueños (nacidos o no en la ciudad) el Ávila es de alta responsabilidad. Se han producido toneladas de páginas escritas y de obras de arte alrededor de esa montaña. Pero he aquí que, en su afán por comprender los mitos, ella sostiene que el Ávila es un accidente geográfico como cualquier otro, y que todo lo pensado, sentido y realizado a su alrededor es una muestra de mitologización del paisaje. No, en eso no me puede convencer, y más bien trato yo de sacarla de su error. Hasta el momento no lo he logrado.