Tropicoabsoluto.com, 19 de abril, 2020.
En estos tiempos de confinamiento, impuestos por la pandemia que ha generado el Covid-19, Ana Teresa Torres (Caracas, 1945) realiza un acercamiento a La peste (1947), la obra del escritor argelino Albert Camus. Desde su ciudad de nacimiento, azotada por otras plagas, por otros virus, la autora reconoce en el texto nuevas capas de lectura. “Seguramente, de haber leído La peste en mi juventud hubiese coincidido con la hipótesis de la analogía de la ocupación, pero he aquí que la leí en 2020, en plena pandemia del Covid-19, y es imposible dejar de reconocer muchas de las situaciones que se relatan en la novela y tomarlas al pie de la letra. (…) Veo los enfermos, los que mueren, las insuficiencias sanitarias, los tratamientos que no llegan a tiempo, las apelaciones a la divinidad, la aplicación de medios empíricos ineficaces (y como leo en Venezuela, tengo además que ver la falta de agua, de comida, de gasolina, de hospitales, algunos de las cuales son también problemas mencionados en la novela). Veo, en fin, la fragilidad humana”.
Vasco Szinetar. Fotografía de la serie Caracas Postcards (2017-2018). ©Vasco Szinetar
En mi biblioteca reposan unos cuantos títulos de Albert Camus (Mondovi, 1913 – Villeblevin, 1960), autor muy admirado por mi generación en los años sesenta, y entre ellos guardo La peste (1947), un ejemplar con las páginas abrumadas por el tiempo, que no leí entonces. Por razones obvias, las circunstancias actuales me llevaron a buscarlo, y allí estaba esperándome en el momento justo. Comenté esto en un tuit, y Lennis Rojas, gran lectora, me contestó que era una fortuna leerlo ahora, “desde la inocencia”. Tenía razón, ese aparente llegar tarde a una novela tan famosa, y al mismo tiempo fuera ya del canon contemporáneo, al punto que Vargas Llosa la califica de mediocre,[1] me permitió leerla con la ingenuidad en que el lector, un tanto a ciegas, firma el pacto de ficción con el autor. Pero, antes de entrar en su lectura pareciera indispensable considerar lo que Camus dijo sobre ella:
“Con La peste quiero expresar el ahogo que todos hemos sufrido y la atmósfera de peligro y exilio en la que hemos vivido. Al mismo tiempo, quiero extender esta interpretación a la noción de la vida en general. La peste mostrará a la gente a la que le ha correspondido la reflexión, el silencio y el sufrimiento moral durante esta guerra.”[2]
La mayoría de los críticos está de acuerdo en que es un libro con varias interpretaciones, o si se quiere, diferentes capas de lectura, como siempre ocurre con un buen libro. Las tres más comunes en este caso son: considerar la novela como el relato de una epidemia, o un símbolo de la ocupación nazi (y de los totalitarismos en general), o la ilustración concreta del mal. La peste resume las tres lecturas mencionadas, expresa “el ahogo y el peligro”, es decir, lo que se vive en la epidemia; el “sufrimiento moral” que ocasionan la dictadura y la ocupación; y es uno de los casos en los que el mal se hace presente en la historia, “la vida en general”. La lectura según la cual la novela puede ser interpretada como una alegoría de la ocupación nazi en Francia, con la que el autor estaba de acuerdo, llega a veces al detalle caricaturesco de considerar a las ratas que causan la peste bubónica como símbolo de los nazis. Apoyaría esto el hecho de que fue escrita durante la guerra y los primeros años de posguerra. Publicada en París, en 1947, por la editorial Gallimard, de la que el propio Camus formaba parte, apareció cinco años después que El extranjero (1942), una de las novelas que marcaron mis lecturas juveniles, y diez años antes de que el escritor ganara el premio Nobel.
En 1941 Camus abandonó Argelia en busca de trabajo, y se trasladó a París donde fue periodista en Paris-Soir y posteriormente en Combat; después de varios viajes de regreso a Argelia finalmente se instaló en Francia y fue un activo combatiente de la resistencia y luchador anti fascista. Allí se relacionó con los filósofos y escritores existencialistas de la posguerra, pero tenía un origen diferente y un sello distinto al de sus colegas provenientes de la pequeña burguesía. Había nacido en Argelia, hijo de colonos franceses (conocidos despectivamente como pieds-noirs), en una familia de muy precarios recursos; logró estudiar gracias a que, por ser huérfano de guerra (su padre murió en la Primera Guerra Mundial y Albert no lo conoció), el Estado le concedió una beca a su madre, una mujer analfabeta y con graves problemas de expresión, para que educara a sus dos hijos, Lucien y Albert. Inclinado a la filosofía, su formación no transcurrió en los grandes institutos superiores de Francia, sino en la universidad de Argel, y pronto tuvo que renunciar a la carrera del profesorado porque estaba enfermo de tuberculosis, dedicándose por entero al periodismo y la literatura. Murió en un accidente de automóvil a los 47 años.
Este breve perfil pareciera por ahora suficiente para dar paso a la novela. La narración transcurre en los años cuarenta en Orán, una prefectura francesa de la costa argelina en el norte de África, que el autor describe como una ciudad de comerciantes, poco interesante, y de vida monótona, cuyo mayor atractivo es la cercanía del mar. Su población en ese entonces era de unos 200.000 habitantes. La voz narrativa es compartida por tres personajes, Bernard Rieux, un médico; Raymond Rambert, un periodista; y Jean Tarrou, un hombre un tanto misterioso porque nadie sabía de dónde había salido ni porqué estaba allí, pero indispensable dentro de la secuencia narrativa porque acostumbraba a llevar unas anotaciones (carnets, los llama Camus, quien también los utilizaba), en los que reseña detalles secundarios sobre la vida y los personajes de la ciudad, sus conversaciones y costumbres, y en conjunto una suerte de crónica de lo ocurrido.
Después de una breve introducción el autor nos advierte que “es tiempo de dejar los comentarios y las precauciones de lenguaje para situarse en el relato mismo”.[3] Es decir, comienza la novela y se entabla el pacto:
“La mañana del 16 de abril el doctor Bernard Rieux salió de su consultorio y tropezó con una rata muerta en medio del rellano. En el momento apartó al animal sin poner atención y bajó las escaleras. Pero, cuando llegó a la calle, le vino la idea de que esa rata no estaba en su lugar y volvió sobre sus pasos para advertir al conserje.”[4]
Al leer este primer párrafo inevitablemente tuve que volver al inicio de El Extranjero:
“Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer, no lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Madre fallecida. Entierro mañana. Atentos saludos”. No quiere decir nada. Puede ser ayer.”[5]
Es la misma maestría para abrir el relato. En pocas líneas sabemos lo que está pasando. Una rata muerta en la escalera es un mal augurio, una rata fuera de lugar. Las ratas no deben morir en los tramos de la escalera de un edificio. En el torpe telegrama está todo dicho también. Su madre ha muerto, no importa el día, pero si quiere venir al entierro, es al día siguiente. En cambio sabemos exactamente cuándo el doctor Rieux descubrió la epidemia, el 16 de abril por la mañana; no el año porque en el primer párrafo se nos advierte que los sucesos “se desarrollan en 194.,”. A partir de allí Rieux se convierte en la voz que describe meticulosamente los síntomas que ve. Es la mirada de la clínica, la precisión nosológica de la medicina francesa, de la que tan puntualmente escribe su historia Foucault.[6]
“El doctor continuaba mirando por la ventana. De un lado del vidrio, el cielo fresco de la primavera, y del otro lado la palabra que resonaba todavía en la habitación: la peste.”
Y mientras miraba por la ventana delante de sus ojos pasaban las imágenes de antiguas epidemias: Atenas, Marsella, Provenza, Jaffa, Constantinopla, Milán, Londres.
“Lo que había que hacer era reconocer claramente lo que debía ser reconocido, ahuyentar las sombras inútiles y tomar las medidas convenientes… Lo esencial era hacer bien su oficio.” [7]
Con la multiplicación de los casos infectados comienzan las discusiones entre las autoridades médicas y civiles: ¿Estamos seguros de que se trata de la peste de las ratas? Los síntomas, ¿han sido bien establecidos?, ¿constituyen un síndrome reconocible? Todos saben que es la peste pero declarar la epidemia oficialmente obligaría a tomar medidas muy duras, y continúan las dudas diagnósticas hasta que Rieux sentencia que no están ante un problema de lenguaje sino de hechos. Sea lo que sea lo que ocurre podría matar a la mitad de la población en dos meses. Y, efectivamente, los muertos siguen cayendo, las medidas preventivas son insuficientes, los recursos hospitalarios también, el suero y las vacunas no llegan, la curva de infecciones sube exponencialmente, las casas están en cuarentena, los entierros se ejecutan en masa, y así hasta que finalmente llega el despacho oficial de la capital de la colonia: “Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad”.[8]
A lo largo de toda la novela se despliegan las minuciosas descripciones de la enfermedad, los tratamientos, de los cuales el drenaje de los ganglios infectados es particularmente desagradable y angustioso porque nos hace pensar en el probable contagio de quien lo lleva a cabo, y comenzando por el conserje del edificio donde Rieux descubre la rata en las escaleras, se suceden uno tras otro los episodios de la agonía y muerte de un médico, el doctor Richard; un sacerdote, el jesuita Paneloux; y el más doloroso, el de un niño, Phillippe, hijo del juez Othon. La peste no perdona ni a las autoridades ni a los inocentes, parece decirnos. El conocimiento de la enfermedad que demuestra el novelista requiere introducir un personaje de la vida de Camus: su amigo Emmanuel Roblès, escritor nacido en Argelia en 1914 y fallecido en Francia en 1995. En “España y su cultura en la vida y obra de Emmanuel Roblès” de Rafael Bustos, se encuentran datos que iluminan la relación de ambos escritores que formaron parte de la llamada Escuela de Argel.[9] Roblès dejó una extensa bibliografía y fue miembro de la academia Goncourt y ganador del premio Femina. Uno de sus últimas obras es Camus, frère de soleil (1995),[10] una biografía de su amigo. También fue guionista de El extranjero para la versión cinematográfica de Visconti (1967), y como detalle curioso escribió una obra de teatro, Montserrat, ambientada en la guerra de Independencia en Venezuela.
Entre ellos, además de sus intereses literarios, se tejían muchas coincidencias. Se hicieron amigos en los años treinta y tenían casi la misma edad, ambos fueron huérfanos de un padre a quien no conocieron y provenían de familias obreras. Los padres de Roblès eran españoles, como era también el origen de Catherine Sintés, la madre de Camus, nacida en Argelia de ascendencia balear; compartían las ideas republicanas y ayudaron a los españoles exiliados después de la guerra civil que buscaban refugio en Argelia. Coincidían también en el sentimiento de que, pese a los orígenes franceses y españoles, su patria era Argelia. El caso es que llegué a Roblès llevada por la curiosidad acerca del conocimiento médico que despliega Camus, y encontré también claves esenciales en el artículo “La peste”, del doctor Augusto Soiza Larrosa, académico de la sociedad uruguaya de historia de la medicina.[11] El padre de Roblès había muerto en una epidemia de tifus, y su esposa enfermó en la epidemia de fiebre tifoidea que se desarrolló, en 1941, en Turenne, población cercana a Orán, donde vivían. De acuerdo con la descripción de Virgil Tanase en su biografía de Camus, la esposa de Roblès estuvo confinada en un campo de enfermos condenados a morir en soledad, vigilados por tiradores senegaleses, en el que se producían amotinamientos e intentos desesperados de fuga.[12] Por cierto, no he logrado saber su nombre, ni si sobrevivió a la epidemia, lo que no es extraño con los datos sobre la vida de las mujeres que se “pierden” muy fácilmente.
Según Soiza, y es una hipótesis plausible, Roblès le relató a Camus los detalles de la epidemia de tifus, así como le facilitó libros acerca de otras que habían sido frecuentes en la región (malaria, cólera), además de las descripciones de los campos de reclusión para los contagiados. Otra hipótesis de Soiza es que la tuberculosis pulmonar que sufrió desde la adolescencia lo llevó a interesarse por el tema de la enfermedad (en su caso, si no epidémica, desde luego muy contagiosa), y pudo también recabar información de los médicos que lo atendieron, Henri Cohen y Maurice Pariente. Le fue practicado el neumotórax –como a Teresa de la Parra– tratamiento comúnmente empleado antes de la llegada de los antibióticos. Fue un enfermo crónico y sufrió la angustia de la muerte y la soledad de la hospitalización, que ciertamente son experiencias que no pueden pasar sin huella en la escritura.
Quiero decir que ahora, en Caracas, leo La peste como un gran relato sobre la enfermedad epidémica, sus efectos sobre las personas que la sufren, la atmósfera psicológica a la que las somete, la incertidumbre y, al mismo tiempo, como un extraordinario reportaje (…), y una estupenda crónica de un hecho que no tuvo lugar exactamente así en ese lugar y en aquel momento, pero que había ocurrido muchas veces alrededor suyo.
Cualesquiera que fuesen sus motivos, Albert Camus escribió la novela de la peste, lectura insoslayable de la literatura de la enfermedad, y no es probable que un escritor emprenda un proyecto que requiere tanta investigación si no se hubiese sentido comprometido con el tema. Si lo que quería era escribir una alegoría de la ocupación nazi, ¿por qué no escribir directamente la novela de la ocupación nazi de la que además fue testigo? Ocurre que con frecuencia los escritores no conocen todos los motivos de lo que están escribiendo –para eso están los críticos–, así que quizá sin saberlo Camus quería describir el nazismo como una plaga que había caído sobre la humanidad, y utilizó para ello la peste bubónica que transmiten las pulgas de las ratas infectadas. Sin embargo, experimentó cierta reticencia ante el uso de los analogismos. Esto se parece a esto, luego es igual a esto. Hay en ese tipo de razonamiento mediante la analogía un truco que hace desaparecer el todo por la parte. Quiero decir que ahora, en Caracas, leo La peste como un gran relato sobre la enfermedad epidémica, sus efectos sobre las personas que la sufren, la atmósfera psicológica a la que las somete, la incertidumbre y, al mismo tiempo, como un extraordinario reportaje (no olvidemos que el trabajo de Camus fundamentalmente fue el periodismo), y una estupenda crónica de un hecho que no tuvo lugar exactamente así en ese lugar y en aquel momento, pero que había ocurrido muchas veces alrededor suyo. Aunque todo transcurre durante la Segunda Guerra Mundial los personajes poco parecen preocuparse por la destrucción que está atravesando Europa; quizás por la distancia geográfica, o por subrayar el aislamiento y el encierro, el novelista hace muy pocas alusiones de la guerra, salvo algunas consideraciones de Rieux acerca de la mortandad que tanto las guerras como las pestes producen. En resumen, me parece que la construcción de la alegoría de la peste para aludir a la ocupación nazi es un efecto posterior, un sentido retrospectivo de la lectura, no solo para los lectores, sino quizá para el mismo escritor. O si se quiere, que las lecturas que pueden hacerse de las obras literarias no escapan a las circunstancias. Cuando la novela fue publicada, apenas habían transcurrido tres años de la liberación de París, que la ocupación nazi estuviera en el primer plano de lectores y críticos es casi inevitable. El escritor es leído por su tiempo.
Seguramente, de haber leído La peste en mi juventud hubiese coincidido con la hipótesis de la analogía de la ocupación, pero he aquí que la leí en 2020, en plena pandemia del Covid-19, y es imposible dejar de reconocer muchas de las situaciones que se relatan en la novela y tomarlas al pie de la letra. Salvo por un asunto que ahora comentaré, lo que Camus describe es bien parecido a lo que sabemos y vivimos. En este momento, alejarme a los años cuarenta y ver nazis hasta en el rellano de la escalera se me hace por lo menos rebuscado. Veo los enfermos, los que mueren, las insuficiencias sanitarias, los tratamientos que no llegan a tiempo, las apelaciones a la divinidad, la aplicación de medios empíricos ineficaces (y como leo en Venezuela, tengo además que ver la falta de agua, de comida, de gasolina, de hospitales, algunos de las cuales son también problemas mencionados en la novela). Veo, en fin, la fragilidad humana, y cómo sin darnos cuenta, cuando menos lo esperamos, se nos aparece una rata en la escalera. Pero miremos también hacia otras esquinas del cuadro.
Si Bernard Rieux, el médico, son los ojos del escritor que recorre la ciudad y describe los acontecimientos (“reconociendo claramente lo que debía ser reconocido”), Raymond Rambert, el periodista, es el interlocutor que sirve de apoyo para las consideraciones filosóficas y existenciales que la situación plantea. Rambert está en Orán casi que por casualidad, no pertenece a la ciudad, y no quiere permanecer en ella, pero ha quedado preso por su propósito de investigar las condiciones de vida de la población árabe en una colonia europea. Eso mismo había hecho Camus cuando era reportero de Alger républicain y publicó, en 1939, una serie de reportajes titulada “La miseria de la Cabilia”.[13] La Cabilia es una región del norte de Argelia, habitada fundamentalmente por los bereberes, y fue el epicentro de la resistencia contra el colonialismo francés. Camus denunciaba en su reportaje las condiciones miserables de sus habitantes. No podía convenir a las autoridades que el periódico, creado como órgano del Frente Nacional en Algeria, siguiera por esa vía. En enero de 1940 Camus es despedido, y el periódico, que después se convirtió en Le Soir républicain, también estuvo suspendido por un tiempo.
El sufrimiento de la separación es en la narración el mismo que el del prisionero o el exiliado; es evidente que para Camus estar obligadamente lejos, no solo de Francine, sino de Argelia, era similar a un exilio.
El autor decidió entablar un pleito legal ante un tribunal del trabajo, demanda que pierde porque el periódico alegó que se vio obligado al despido a instancias del gobierno que consideró que “los artículos del Sr. Camus eran dañinos para el interés nacional”. En estas circunstancias decide irse a Francia y logra encontrar trabajo en el periódico Paris-Soir, dando comienzo entonces a una seguidilla de ires y venires que complican mucho su vida privada. Para ese momento estaba enamorado de Francine Faure, una joven perteneciente a una familia acomodada de Orán, a la que había prometido matrimonio, tan pronto resultara efectivo el divorcio de Simone Hié, su primera esposa. Albert llega a París en marzo de 1940 y transcurren ocho meses hasta que Francine puede acompañarlo. Se casan inmediatamente y permanecen juntos en Francia hasta enero de 1941, fecha en que regresan a Orán porque de nuevo Albert pierde el trabajo. Vuelven a Francia, en agosto de 1942, y más tarde Francine regresa a Algeria, ahora ocupada por los aliados, mientras que él no logra salir de Francia, ocupada por los nazis.[14] Camus le escribe a Francine la desesperación que siente por escapar, pero a causa de la guerra no había transporte. Aquí puede comprenderse porqué la vivencia que Rambert-Camus privilegia no es el miedo a morir en la epidemia sino la separación, que se traduce en encierro y exilio (“estaban condenados por un crimen desconocido a un encarcelamiento inimaginable”[15]). Entre Rieux-Camus y Rambert-Camus se desarrollan intensos diálogos acerca del exilio y la separación. Para Rambert el aislamiento de la ciudad convenía a la lógica de las leyes, pero no a la felicidad del individuo. Es él, en la ficción, quien está separado de la mujer que ama, lo que le produce un constante sufrimiento. Rieux también está separado de su esposa, pero no por la epidemia, sino porque ella está enferma y se ha trasladado a otra ciudad para su tratamiento. Los sentimientos de Rieux no los conocemos, es la voz de Rambert la que habla acerca de este exilio en el que se siente transcurre su existencia. La ciudad estaba completamente cerrada al intercambio con el exterior, quien la abandonara no podría regresar. La única comunicación era el telégrafo. No solamente quienes se encontraban adentro estaban separados de los que estaban afuera, sino que hasta las cartas habían sido prohibidas porque podrían ser vehículos de la infección, y las comunicaciones telefónicas fueron suspendidas porque era tal la multitud que se agolpaba en las cabinas públicas que las líneas quedaron severamente limitadas a los casos urgentes, es decir, para comunicar muertes, nacimientos y matrimonios. Solo quedaban los telegramas de un máximo de diez palabras.
El sufrimiento de la separación es en la narración el mismo que el del prisionero o el exiliado; es evidente que para Camus estar obligadamente lejos, no solo de Francine, sino de Argelia, era similar a un exilio. La situación que había comenzado con la aceptación de un inconveniente temporal, terminaba en un secuestro que amenazaba su vida produciéndole un miedo general y profundo. Si se quiere otra analogía, aquí está. El encierro, la separación, el exilio que produjo la guerra reinterpretados a través de los efectos de la epidemia. En esto puede verse la diferencia más importante entre lo que vivía la gente, tal como lo describe la novela, en Orán en 1940, y lo que por ahora vivimos nosotros en nuestra maltrecha Caracas de 2020. Tenemos todavía un recurso que por supuesto entonces era impensable, la posibilidad de una tecnología que supera al telégrafo y nos permite vernos y hablar con aquellos a los que echamos de menos. Y si aún así la situación se hace asfixiante, solo la comparación puede darnos la medida del sufrimiento de los que quedaron encerrados en Orán. Es, en fin, una novela sobre las muchas variables del sufrimiento, y así puede leerse, cualquiera sea el confinamiento en el que se encuentre el lector.
Notas:
[1] Mario Vargas Llosa. ¿Regreso al Medioevo? El País, Madrid, 15.03.2020.
[2] La cita, traducida por mí, está tomada de la edición inglesa, editada y abreviada de la biografía Albert Camus, A Life de Olivier Todd, Traductor Benjamin Ivry. New York, Knopf, 1998. En la edición digital que he utilizado no aparecen las referencias de las citas ni las páginas.
[3] La peste. Paris: Gallimard, 1947, p.17. Mi traducción.
[4] La peste, Ibid. p. 18.
[5] L’Étranger. Paris: Gallimard, 1942. Mi traducción.
[6] Michel Foucault. 1963. Naissance de la clinique: une archéologie du regard médical. Paris: Presses Universitaires de France.
[7] Ibid, p. 52-53.
[8] Ibid. p. 77.
[9] Rafael Bustos. 2017. Quaderns de la mediterránea 25, pp.: 315-319.
[10] Paris: Seuil, 1995.
[11] Augusto Soiza. 2005. La peste. Revista de Salud Militar. Vol. 27. No. 1.
[12] Virgil Tanase. 2018. Camus. Barcelona: Plataforma Editorial. Traductora: Ana García Novoa.
[13] Albert Camus. 2014. Crónicas Argelinas (1939-1958). Madrid: Alianza Editorial.
[14] Marilyn S. Severson. 2004. Masterpieces of French Literature. USA: Greenwood Press.
[15] La peste. p. 117.