El día en que la revolución no llegó puede ser todos los días, ayer, hoy y probablemente mañana, tanto para los que desean que ocurra su llegada como para los que no. Las revoluciones tienen un gusto por lo utópico que engaña al más entendido, porque ofrecen ese momento inaugural en que el mundo será distinto y cambiará para siempre, cuando el sol brille para todos. El problema es que esa expectativa paradójicamente se opone a los cambios. La esperanza del día cero es un obstáculo para las transformaciones, y probablemente los encargados de vocear las revoluciones lo saben o lo intuyen. Mientras la gente esté esperando el cambio total no hay peligro, nada cambiará, que es al fin y al cabo lo que con frecuencia los revolucionarios quieren. Mientras los súbditos solo puedan ver cambios en el futuro, todo estará en calma en el presente.
Si alguien me preguntara si creo que se pueden reparar los daños estructurales ocurridos en las últimas décadas en Venezuela, sin transformar las políticas de Estado, y consiguientemente quienes las dirigen, contestaría sin ninguna duda que no se puede. Pero si alguien me preguntara acerca de las modificaciones sociales necesarias para lograr lo anterior, sin que me tiemble el pulso diría que esos cambios son paulatinos, silenciosos, y tienen la virtud de horadar la engañosa expectativa de ese día del juicio final en que todo se habrá expuesto a la luz de la verdad y la justicia; sin ser suficientes son muy efectivos y aunque no sean la solución, son parte de ella.
Viene esta introducción a cuento de una pasada publicación en las redes sociales y las consiguientes respuestas que obtuvo porque dice mucho sobre las posibilidades e imposibilidades del cambio social. El caso era el siguiente: Una joven con movilidad reducida intentó entrar en una tienda de ropa del Centro Comercial Propatria en Caracas y el encargado de seguridad se lo impidió argumentando que el establecimiento prohibía el ingreso de personas en silla de ruedas. Obviamente esa disposición, en el caso de ser cierta, es ilegal pero muy fácil de creer en Venezuela, uno de los países más hostiles a las personas con discapacidades. Para empezar no hay en Caracas (y sospecho que en ninguna de las ciudades del país) una sola acera con la disminución de desnivel necesaria para pasar sillas de ruedas, coches de niños, etc., no conozco tampoco muchos edificios y espacios urbanos que tengan rampas; el Metro no dispone de suficientes ascensores (si es que los existentes funcionan), y el resto de los medios de transporte público, así como sus conductores, no ofrecen ninguna ayuda o facilidad para que puedan ser utilizados por quien tenga alguna discapacidad, incluidas las limitaciones que producen el envejecimiento o el desplazamiento con niños pequeños, entre otras.
El tuit que publicó la joven relatando sucintamente lo ocurrido se viralizó y produjo cientos de respuestas, entre ellas la del establecimiento comercial que emitió un comunicado por el mismo medio, en el cual anunciaba la creación de un canal de atención al cliente para recibir mensajes y generar los cambios necesarios en pro de una sociedad justa e inclusiva, y reiterando su compromiso de brindar atención respetuosa a todos por igual. El comunicado también expresaba su rechazo a cualquier acto discriminatorio, lamentaba lo ocurrido, afirmaba que no correspondía a ninguna política de la marca, y anunciaba que el hecho sería investigado para tomar las decisiones que impidieran su repetición. Ofrecía, además, disculpas públicas a la agraviada y a quienes se hubieran sentido afectados.
Se dice que las redes no son Venezuela, y ciertamente no son todo el país, pero sí una parte y, añadiría, una parte policlasista, multietaria, multiregional, que reúne diferentes niveles educativos y ocupacionales, así como posiciones políticas, por lo que de alguna manera permiten sondear lo que piensa “la gente” de determinado tema; eso sí, durante 24 horas porque la permanencia de los issues es muy volátil. El caso me movió a seguirlo y a participar con algunos comentarios. De las respuestas a mis intervenciones muy pocas o ninguna coincidían conmigo. En síntesis, mis propuestas iban en el sentido de que lo ocurrido se utilizara como una ocasión de poner en práctica protestas ciudadanas, pacíficas y efectivas; por ejemplo, que todos los clientes que estuvieran en un local donde ocurriera una situación similar lo abandonaran hasta que la persona agraviada pudiera entrar, y entonces lo hicieran con ella. O que, ya emitido el comunicado, la joven se presentara en el establecimiento y lo recorriera a su gusto.
Las respuestas no se hicieron esperar: lo que proponía requería de un nivel de ciudadanía que no tenemos. Además, yo estaba propiciando que la joven fuera humillada de nuevo, y a esa porquería de lugar no valía la pena volver. Muchos sugerían un boicot no comprando más allí, o algunas formas hostiles como orinarles la puerta o abarrotarles el local, otros se limitaban al insulto. En general, el local comercial estaba en manos de fascistas y de enchufados que solo querían hacer dinero, y el que pagaría los platos rotos sería el empleado (con quien muchos se solidarizaban por su posición de debilidad) que había impedido la entrada de la joven, a la que recomendaban poner la denuncia en la Fiscalía, buscar un representante de derechos humanos o un abogado, y demandar.
En general desestimaban el comunicado porque no resarcía el daño, y por supuesto apareció la solución futurista: Algún día llegaría la justicia, si estuviéramos en un país con Estado de Derecho, y se asentaran normas. Al día siguiente el local amaneció clausurado por el Seniat, lo que tampoco era correcto para muchos porque el Seniat debe actuar para casos tributarios y este no lo era (en realidad no se sabía si había un caso tributario paralelo a la situación ocurrida). La conclusión parecía ser que ninguna respuesta era satisfactoria para una circunstancia que legítimamente despertaba rabia y necesidad de reparación, aunque no faltó quien acusara a la joven agraviada de buscar notoriedad.
La lectura de las respuestas que recuerdo sugiere desconcierto, desorden, falta de claridad en lo que los ciudadanos pueden hacer en su propia defensa, emociones de resentimiento, y quizás de venganza, aunque también de solidaridad. Lo que echo de menos es algo así como el ‘manual del ciudadano’, el repertorio de lo que se supone se debe saber para enfrentar el abuso, la respuesta ready-made que los ciudadanos tienen en un país con Estado de Derecho.
Y la conclusión es que no la tenemos, no estamos muy seguros de lo qué se debe hacer en casos como el relatado. Si se interpone una acción, ¿en cuál organismo público?; si se recurre a una ayuda externa, ¿quién es la persona adecuada?; si son los ciudadanos testigos del hecho, ¿cuál es la conducta apropiada para ellos? Si hay fuego, se llama a los bomberos, si es que pueden llegar. Si hay una emergencia, no se sabe porque no hay un 911 nacional. Si somos víctimas de un asalto, ¿a la policía?, depende. Y así podríamos seguir tratando de encontrar la salida cuando deberíamos saberla de antemano para ponerla en acto. Hay una situación de indefensión en Estados con alta fragilidad institucional, no cabe duda, pero la mayor fragilidad es esperar ese día en que llegará el Estado de Derecho. Es decir, poner la solución en el futuro. ¿Y usted sabe cómo se pone en el presente?, podría preguntarme alguien. No lo sé, pero creo que es algo que puede llegar a saberse, y que quizás requiere del conocimiento colectivo, partiendo de un principio: no somos hijos del Estado, y si lo somos, somos hijos maltratados, de modo que es mejor reconocernos como individuos librados a sus propias capacidades, y que pueden apoyarse los unos en los otros, buscar la cohesión, la confluencia de experiencias y conocimientos, el liderazgo ocasional, la ayuda experta; en fin, una serie de condiciones que pueden incidir en esa indefensión que nos deja siempre esperando el juicio final sin permitirnos ver que, aunque no todo se solucione, y no de la manera ideal, es posible mejorarlo. Muchas organizaciones trabajan en silencio para lograr soluciones. Esa capacidad está en nosotros, falta la sinergia. Y nos arropa el decaimiento y la desesperanza que nos dejan esperando el día que llegue la revolución.