Biblioteca Los Palos Grandes, 26-03-2015
Desde la primera lectura yo quería compartir con otros mi entusiasmo, era el libro que estaba esperando, que quería leer y no lo sabía. ¿Qué es Contigo en la distancia? ¿Una novela, una memoria, una autobiografía, un relato fantástico, o todo eso junto? Se me ocurre que esa persona con quien el autor está en la distancia es él mismo, que el título quiere decir: conmigo en la distancia del tiempo. Un relato acerca de lo que queda de la vida cuando se ha exprimido lo sustancial, que es siempre el origen. Y lo compartible. No toda la vida se puede escribir, la mayor parte queda perdida en el vértigo de la existencia; pero los escritores somos seres empeñados en rescatar, como dice el título de la novela de Kazuo Ishiguro, “lo que queda del día”. Y queda mucho porque la escritura no está hecha para apresar la totalidad sino el sentido. O mejor dicho, para inventar un sentido.
Creo conocer casi todas las novelas de Eduardo Liendo, y sin ser ninguna experta en la materia crítica, me parece que su obra está marcada por la variedad, ha entrado en distintas temáticas, en diferentes tratamientos narrativos, aunque, por supuesto, puede encontrarse en ellas claves que lo personalizan. Pero ésta que nos ocupa hoy marca un nuevo camino. Lo que destaco como más original, lo que confieso quisiera haber escrito, pero ya es tarde porque sería acusada de plagio, y efectivamente sería un plagio, es la imagen de la vida como una ciudad que se recorre, una visión espacial en la que todo el tiempo es presente. La vida desde la ventanilla de un autobús, el Circunvalación No. 13, guiado por un conductor de nombre Sócrates Pérez, que como alude su nombre, es una suerte de filósofo popular. “Pasa y siéntate –le dice a Elmer, el niño que viaja en el autobús–, que aquí el que entra ya no se baja nunca más hasta llegar al final del final”. Esa frase, “el final del final”, es recurrente en el texto. Dicho así, con las palabras sencillas de Sócrates Pérez parece una obviedad, y no lo es. Habla de la conciencia de viaje de ida, de viaje compulsivo, de viaje con destino inexorable, que en la infancia no podemos comprender. La idea de estar montados en un autobús del que no podemos bajar hasta ese destino incierto que es el final del final, bien mirado no es cualquier cosa, no es ninguna banalidad. Y el niño, montado en el autobús, en una suerte de travesura, con el temor de llegar tarde a casa, tiene el privilegio de que, aunque recorre su pasado, todo lo ve de nuevo con la sorpresa y admiración de quien asiste a un espectáculo desconocido: la propia vida. Y de alguna forma intenta rebelarse, y le dice al conductor, “por favor, señor, me deja en la próxima parada, porque me parece que mi infancia se está quedando atrás”. Pero no hay caso, ese autobús no se puede detener en la próxima parada, tiene que llegar al final del final.
Es también un relato generacional, aunque, paradójicamente me parece que puede gustarle mucho a los que son jóvenes ahora y por lo tanto no conocen gran parte de las referencias. Es un libro, que al igual que ocurrió con su primero, El mago de la cara de vidrio, puede ser la mejor recomendación para lectores adolescentes. Aunque por fuerza la vida de los jóvenes contemporáneos transcurre por distintas claves hay algo intemporal en la infancia, una cualidad transhistórica que permite disfrutar infancias muy distintas a la nuestra. En ese circuito del Circunvalación No. 13, Elmer reencuentra a su maestra de primer grado, a su compañero preferido, a ese tío incómodo que hay en todas las familias, a ese primer amor que queda aparcado en algún recodo del camino. “La experiencia está hecha –dice- de muchas despedidas para siempre y casi nunca advertimos cuando ocurren”. Es una buena lección a tomar en cuenta.
En ese relato generacional yo disfruté mucho al reencontrar, desde el autobús, a King Kong, al llanero solitario, a Tarzán, a Bambi (que, por cierto ya los niños no leen porque los adultos lo consideran un cuento muy triste), a Dick Tracy, y a los helados Crema Paraíso. Y mis lecturas juveniles, cómo no, Kafka, Anna Karenina, Harry Haller, Pablo Neruda. Y el cine de los años 50, Ava Gardner, Clark Gable, James Stewart, Las nieves del Kilimanjaro. O situaciones que han marcado nuestra memoria, como fue el desastre del avión en el que viajaba el Orfeón Universitario, ocurrido en Las Canarias en 1976.
Pero más allá de ese gusto, como digo, generacional, la novela tiene hallazgos que es necesario destacar. Me refiero al que considero más significativo, cada quien puede encontrar el suyo. Aquí Liendo introduce una variante que me parece magnífica y le da un espíritu contemporáneo al texto. Consiste en transmutar el tiempo en espacio (esto es lo que me hubiera gustado plagiar), y la ciudad se convierte en el texto del recuerdo que transita por calles imaginarias: La calle de los Cines, la calle de la Nostalgia, el paseo de las Utopías, que se convierte en la isla de las Pasiones Literarias. La idea de una avenida, un paseo, llamado paseo de las Utopías, me parece no solo un hallazgo sino una prueba del fino humor del novelista. Pues sí que hemos venido paseando por ese paseo últimamente, y de momento no parece que hayamos llegado al final del final, y mucho menos a las pasiones literarias. En fin, les invito a ver la vida desde la ventanilla de un autobús, a ver qué encuentran de la suya.