31 de marzo 2014. Prodavinci, Revista digital
Mi amistad con Michaelle Ascencio estuvo desde el principio teñida por los acontecimientos políticos –nos conocimos a raíz de los acontecimientos de 2002. También coincidimos en ser autoras de la misma casa editorial, Alfa, y en alianza con los editores desarrollamos juntas un programa bastante exitoso que se llamó Letras libres. Se celebraba un sábado al mes en una de las librerías Alejandría, con el propósito de comentar algún libro. El programa lo diseñó Michaelle y consistía en invitar al autor junto con un interlocutor que animara el diálogo y a la vez aportara su punto de vista. Transitamos más bien por los temas sociales, psicosociales, de actualidad política. Todo esto indica de entrada y claramente que mi vínculo con ella estaba determinado por la conversación, el intercambio, la sugerencia de ideas, y al mismo tiempo no quisiera dar la impresión de que estas conversaciones eran sesudos diálogos académicos; Michaelle tenía la cualidad de poder lanzar ideas brillantes en medio de un comentario divertido, o una simple alusión a la cotidianidad. Eso sí, era una interlocutora exigente, y esa condición convertía cualquier conversación, así fuera la más banal, en una experiencia intelectual. Pero no quisiera hacer de estas líneas un motivo personal.
A lo largo de estos años Michaelle me fue dando una mirada que yo no tenía, la de la antropología cultural. Dicho así suena muy escolar pero no lo es en absoluto. Es la mirada de alguien que está siempre atenta a lo que ocurre, y lo relaciona con múltiples líneas que van de lo subjetivo, lo social, lo cultural, lo religioso, lo histórico, a los mitos universales. Eso que ocurre puede ser algo visto en un programa de televisión, un diálogo con un conductor de buseta o con la señora que le arreglaba las manos en la peluquería. Inocentemente la gente hablaba con ella y ella escuchaba al país en su aparentemente despreocupado intercambio. De ese modo la persona en cuestión se convertía en un texto a leer y comprender, en el que la investigadora encontraba la punta de un mito, el signo de un conflicto, el reflejo de un país. En fin, para llamar a las cosas por su nombre Michaelle Ascencio fue una investigadora del imaginario social venezolano; de ese abigarrado conjunto de percepciones, autopercepciones, creencias, expectativas, y un largo etcétera que conforman la trama interna de una sociedad.
Como es común en quienes dedican la vida a la docencia gran parte de sus enseñanzas fueron orales, eso lo saben bien sus innumerables alumnos de la Universidad Central de Venezuela, y también los ávidos seguidores de sus cursos sobre literatura en la Fundación del Valle de San Francisco. Fue alguien que regalaba sus ideas con gran generosidad, quizás excesiva para mi criterio. Nunca la vi pendiente de quienes las usaban sin al menos citarla.
Michaelle era eso que en la tradición anglosajona se denomina “un lector”, alguien que puede atravesar un texto desde múltiples referencias. Pero algo más, que quizá el lector anglosajón no haría, y es la teatralización de la lectura. Sus cualidades actorales le permitían captar la atención del auditorio por mucho tiempo, sabía como llevar con la voz el interés del escucha, y romper un alto momento teórico con una anécdota cotidiana o un comentario de chispa criolla.
Pero todas esas enseñanzas son intransferibles; por suerte conservamos las escritas que hoy son imprescindibles. A mi modo de ver Ascencio fue la intelectual que mejor supo comprender la religiosidad de la sociedad venezolana y su influencia en el comportamiento político. Tuvo, sin embargo, que luchar (o mejor dicho, resistir) con los prejuicios establecidos, según los cuales el venezolano es descreído por naturaleza. No entraré en la totalidad de su bibliografía para concentrarme en el tema religioso que puede encontrarse en varias de sus obras: en la novela Mundo, demonio y carne (Alfa, 2005) que relata las aventuras de las monjas exclaustradas por Guzmán Blanco; por supuesto en Diosas del Caribe (Alfa, 2007), estudio de las religiones afroamericanas caribeñas; y finalmente en su última obra De que vuelan, vuelan. Imaginarios religiosos venezolanos (Alfa, 2012) del que puede leerse un breve resumen que publiqué en Tal Cual, el 12 mayo de 2012, y que ha sido twitteado en estos días. En esa obra Ascencio describe detalladamente las condiciones de la religiosidad popular venezolana y sus relaciones con la ortodoxia cristiana y las religiones afroamericanas. También es de gran utilidad su artículo “El presidente no es un líder religioso” en la obra colectiva La política y sus tramas (Ucab, 2013), editada por Marcelino Bisbal (a cuyo pdf. puede accederse gratuitamente). En ese artículo establece claramente la diferencia entre el liderazgo carismático y el religioso, y las confusiones entre ambos, dada la circunstancia de que en el caso venezolano los discursos de reivindicación popular siempre han estado mezclados con elementos religiosos.
Poco a poco han comenzado a surgir sorprendidas opiniones de que sí, como que sí, como que las relaciones de la religiosidad con el liderazgo político es un tema fundamental a comprender en Venezuela. Sorprendidos porque no han leído a Michaelle Ascencio, pienso para mí, y lo digo en voz alta: la suya ha sido una de las pocas voces (justo es recordar también el precedente de Yolanda Salas) que han tratado de subrayar la importancia fundamental del imaginario religioso en la vida venezolana, sus implicaciones sociales y políticas, cuya importancia no es necesario destacar para pensar en esa transición democrática que tantos anhelamos. Le faltaba mucho por decir pero, como apuntaría Lacan, la muerte es siempre el punto final del texto, y a partir de allí todo el sentido se ilumina.