El héroe en la mentalidad venezolana

Uno de los caminos para comprender las manifestaciones culturales de una sociedad es considerar cuáles son sus arquetipos admirados. Sería quizás necesario comenzar por decir que los arquetipos no pueden ser valorados en términos morales sino más bien en cuanto al significado que adquieren como fuente de representaciones sociales. En la mentalidad venezolana salta a la vista el arquetipo heroico, que, a pesar de las transformaciones históricas, continúa manteniendo su lugar como insignia o valor de la nacionalidad. Eso ya es desmesurado. La construcción de mitos y leyendas para explicar y relatar la historia es universal, pero la diferencia con el caso venezolano radica en que esa veneración se sostiene no como una mirada hacia el pasado sino como una valoración presente. Dicho de otro modo, el culto por los héroes venezolanos es un culto vivo.

Su origen es, por supuesto, la figura de Simón Bolívar, y la temática fundamental la Independencia. No ocurre de la misma manera en el resto de los otros países que pertenecían al imperio español, y que fueron independizados por la acción del Libertador, o como consecuencia de su influencia política. Y ello tiene razones de índole histórica: el precursor de la Independencia, Francisco de Miranda, era venezolano; la Independencia se inicia a partir de la rebelión de Caracas; el máximo conductor de la gesta emancipatoria era venezolano; y por último, la destrucción humana y material que siguió a la guerra fue considerablemente mayor en Venezuela que en el resto del continente. Para dar un breve ejemplo que permite medir la devastación en que quedó Venezuela basta decir que en 1820 había perdido el cuarenta y cuatro por ciento de su población[1].

Perdió su población, sus recursos, y sus elites; la contrapartida fue llenarse de héroes. Más significativo no puede ser este fragmento de una carta del propio Bolívar a su tío Esteban Palacios.

¿Dónde está Caracas? se preguntará Vd. Caracas no existe; pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo, han quedado resplandecientes de libertad; y están cubiertos de la gloria del martirio. Este consuelo repara todas las pérdidas, a lo menos, este es el mío; y deseo que sea el de Vd.[2].

Esa frase final bien pudiera ser nuestra marca de nacimiento como República. La guerra ganada y el país devastado requerían de alguna estrategia de reparación; en ese texto, insistamos, se resume lo que sería el destino sentimental de los patriotas: el consuelo de la gloria a cambio de la pérdida. He allí la génesis de una ética y la piedra fundacional de un imaginario nacional. El heroísmo y la gloria comenzaron desde entonces a servir de escudo contra la decepción y la pérdida que habían quedado tras la contienda. ¿Por qué decepción? Porque las promesas, o mejor dicho, las expectativas que la guerra de Independencia había generado no fueron cumplidas. Los pocos sobrevivientes de la elite que había liderado la emancipación –y que a diferencia de los otros países independizados desapareció en la guerra– vieron la destrucción de sus propiedades y sus aspiraciones de libre comercio; las clases dominadas, especialmente los esclavos, no consiguieron la libertad, que se otorgó muchos años después, ni la igualdad ante la ley, que constituyó una adquisición muy posterior. Era necesario en aquel momento conjurar el peligro de que se apoderara de los venezolanos la idea de que todo el sacrificio había sido para nada. Cuando Bolívar le escribe a su tío Esteban que la reparación de la pérdida era la gloria sabía lo que estaba diciendo.

De este modo el heroísmo guerrero se conformó como un valor fundamental de la naciente República, pero no sólo eso. Después de 1830, desaparecido el propio Bolívar, y las instituciones políticas del orden monárquico, comienza un período muy sombrío para Venezuela. A la pobreza del país se une la fragilidad institucional republicana que atraviesa una larga secuencia de gobiernos militares. Sirva este dato como ilustración de lo que estamos diciendo: en ciento veintiocho años de historia –desde 1830 hasta 1958–, solamente diez estuvo la Presidencia en manos de civiles. Se instaura una Republica heroica; es decir, una nación gobernada por el protagonismo militar de aquellos que participaron en la contienda y se consideran con méritos y derechos para conducirla. La presencia de los militares como los llamados a “salvar” la nación, y a dirigirla en tanto son los herederos de la gloria de la Independencia, es la fuente del mesianismo militar. A diferencia también de otras naciones latinoamericanas en las que el ejército es visto como agente de represión, en Venezuela asume la cualidad de “forjador de libertades”; lema con el que se ha prestigiado la institución militar hasta el presente. Los militares son entonces los Padres de la Patria, los que le dieron no solamente la libertad sino la legitimación de su origen.

Luis Ricardo Dávila[3] explica la permanencia de lo heroico-político en la cultura venezolana argumentando que, “cuando nos hicimos independientes a pesar del traslado del sistema jurídico político republicano liberal, se trasladó también hacia la sociedad civil el acatamiento monárquico, reforzado por los hábitos militaristas de mando y obediencia y encarnados en la idea del hombre fuerte”. Esto, en su opinión, dejó “un atavismo inscrito en la conciencia política y en la cultura del venezolano”. La configuración de una patria “heroica”, una nación surgida de la acción gloriosa de los guerreros,  conforma valores propios de las gestas militares, y enfatiza la adquisición de la libertad como razón fundamental de la venezolanidad. Muchos y valiosos pensadores venezolanos han advertido la presencia de este predominio de lo militar y heroico sobre lo civil y constructor. La historia que se enseña a los niños, la historia que constantemente se transmite en los discursos oficiales, y en las manifestaciones de la tradición oral –es decir, la historia que ocupa todos los espacios sociales– es siempre la historia de la Independencia, de los valores de la emancipación, o de la libertad frente a las dictaduras; rara vez es la historia de sus escritores y artistas, o de los creadores de las instituciones políticas y sociales; o de los logros en la infraestructura y la empresa productiva del país. Tal pareciera que Venezuela no es otra cosa que el resultado del valor heroico de quienes lucharon hace doscientos años, y que el resto de los venezolanos que han dedicado sus vidas al trabajo cotidiano no tiene mayor consideración.

La historiadora Graciela Soriano de García Pelayo considera que el período reconocido por el ciudadano promedio como más importante de la historia del país lo constituyen las dos décadas que van de 1810 a 1830; de este modo, el mito de origen transformó el período de fundación de la nación independiente en una edad heroica, la etas aurea, como paradigma de la venezolanidad[4]. También la antropóloga Yolanda Salas nos ofrece una visión similar pero desde la vertiente de la memoria colectiva recuperada en las tradiciones populares de las que emergen textos y representaciones en palabras e imágenes que unen la historia nacional con la historia sagrada; tanto las nociones acerca de la Independencia como del Evangelio, las leyendas religiosas y el santoral cristiano, son probablemente las referencias casi únicas de grandes sectores que no tienen acceso a la historia ilustrada[5].

Lo que debería ser historia, es decir, pasado, se mantiene vivo como mito unificador de una nación, cuyos principales protagonistas son héroes guerreros y religiosos. Inevitablemente este conjunto de significados culturales confluye en Simón Bolívar, que adquiere, como ha sido señalado por los historiadores –Elías Pino Iturrieta, Manuel Caballero, Germán Carrera Damas, Luis Castro Leiva, entre los más destacados[6]–, un carácter semidivino y profético. Es decir, una condición que lo sitúa como permanente líder de la nación, ya que su pensamiento es considerado como un testamento que es necesario conservar y poner en práctica porque su pertinencia sobrepasa el tiempo histórico. La memoria heroica, es decir, la recordación de la historia como una gesta guerrera en detrimento de su construcción civil, contribuye a que los valores democráticos puedan sufrir fracturas importantes en tiempos de crisis.

Los mitos fundacionales son la base de sustentación del imaginario social, y aunque permanezcan subterráneos no por ello desaparecen. En los momentos críticos, y sin duda Venezuela los atravesaba a fines del siglo pasado, los sentimientos y creencias en el “alma nacional”, en los valores constitutivos de la nación, pueden servir de “consuelo”, como pensaba Bolívar. El politólogo Aníbal Romero señalaba años atrás (1997)[7] que aun las sociedades industriales avanzadas y complejas se sustentan sobre una mitología que genera unidad y sentido de permanencia. De modo que no puede minimizarse la relevancia de los mitos y representaciones colectivas como elementos fundamentales de la organización social y de los sistemas de dominación política. “Son los mitos (y el miedo) los que unen a las sociedades, a pesar de que, con frecuencia, las élites manipulan con cinismo los mitos para su propio beneficio”. Preveía entonces que la democracia había dejado de actuar como mito cohesionador, y que vastos sectores estaban en busca de un nuevo mito. Aquí Romero apuntaba precisamente hacia los residuos de la memoria colectiva acerca del hombre “providencial” y el militarismo como referentes de la “salvación” de la patria que permanecieron en la sombra durante un largo tiempo del siglo XX, pero sin desaparecer por completo. Estaban latentes en la sensibilidad y la esperanza de una promesa incumplida, en el anhelo de la revolución inconclusa de la Independencia, disponibles para que nuevas circunstancias en la escena política los sacaran a la luz y los hicieran predominantes en el sentir colectivo. Al igual que los seres humanos pueden volver regresivamente a soluciones del pasado cuando las vicisitudes del presente se tornan dificultades insuperables, quizá las sociedades también utilizan este mecanismo que confiere ilusoriamente seguridad en el presente y confianza en el porvenir[8].

Otro elemento diferenciador del mito histórico del pasado venezolano es el carácter inconcluso de la acción del Libertador. Bolívar es un héroe trágico que termina su vida considerándose fracasado. Esto que resulta incomprensible si nos atenemos al triunfo que obtuvo en su lucha contra el imperio español, no lo es tanto desde el punto de vista del protagonista y de su legado simbólico. Bolívar pretendía la unificación de los países liberados en la Gran Colombia, proyecto que no resultaba afín a ninguno de ellos. No pudo unir el éxito político al militar, y el fracaso en la articulación de lo que se ha llamado la Patria Grande –es decir, toda la América española– terminó por constituirse en una utopía latinoamericana. No sabemos cuál hubiese sido el destino de ese proyecto, pero lo cierto es que su frustración abrió una suerte de espíritu mesiánico, en permanente expectativa de que se renueven los ideales bolivarianos. Así lo expresó Pablo Neruda en su Canto a Bolívar: “Despierto cada cien años, cuando despierta el pueblo”.

Esa necesidad de Bolívar, en quien se pusieron más esperanzas de las que un hombre puede soportar, terminó por convertirlo en un objeto de veneración que sirve –y ha servido– a los más diferentes usos políticos. Esto, de acuerdo al historiador John Lombardi[9], es el rasgo distintivo de la versión bolivariana del clásico fenómeno nacionalista del héroe fundador.

Al objetivar a Bolívar, los constructores del mito lo despojan el reino de lo humano ejemplar y lo trasladan al reino del objeto perfecto. Admirado, pero irrelevante, refractado por las necesidades del momento y deificado para el consumo popular, cualquier imperfección humana del material básico desaparece en el perfeccionado Bolívar-objeto.

No deja de ser paradójico, y al mismo tiempo triste, que Simón Bolívar termine por ser un commodity intercambiado en el mercado político.

Notas:

[1] Pedro Cunill Grau (1987). Geografía del poblamiento venezolano del siglo XIX. Vol. I. Cap. 1. Caracas: Ediciones de la Presidencia de la República.

[2] 10 de julio de 1825. Tomado del sitio de la Universidad de los Andes. http://w.w.w.bolivar.ula.ve

[3] Luis Ricardo Dávila (2006). “Venezuela, fábrica de héroes”. www.saber.ula.ve

[4] Graciela Soriano de García Pelayo (1988). Venezuela 1810-1830. Aspectos desatendidos de dos décadas. Caracas: Cuadernos Lagoven. Serie Cuatro Repúblicas.

[5] Yolanda Salas de Lecuna (1987). Bolívar y la historia en la conciencia popular. Caracas: Instituto de Altos Estudios de América Latina de la Universidad Simón Bolívar.

[6] Véase entre otras obras El divino Bolívar de Pino Iturrieta (Caracas, Alfadil, 2006); El culto a Bolívar de Germán Carrera Damas (Caracas: Alfa, 2003); Obras de Luis Castro Leiva, Vol. 1. (Caracas: Fundación Polar y Ucab, 2005); Por qué no soy bolivariano de Manuel Caballero (Caracas: Alfa, 2007).

[7] Aníbal Romero (1997). “Disolución social y pronóstico político”. www.anibalromero.net

[8] Ana Teresa Torres (2009). La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana. Caracas: Alfa.

[9] John Lombardi (2008). “Epilogue: History and our Heroes. The Bolívar Legend”. En Simón Bolívar: Essays on the Life and Legacy of the Liberator. David Bushnell and Lester D. Langley eds. http://jvlone.com.

2010

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