Cultura de héroes o cultura de ciudadanos

En Aproximación a nuestra cultura (2011).  Compilador y editor Heraclio Atencio Bello. Caracas: Fundación Venezuela Positiva: 846-858.

No deja de ser paradójico que un país tan favorecido por sus recursos geográficos y su potencial productivo como Venezuela nunca pareciera estar a la altura de sus posibilidades; como si no termináramos de saber aprovechar nuestras fortalezas y mostráramos ante el mundo el rostro un tanto avergonzado de quien no ha aprendido la lección. Sobra decir que esto nos conduce a una baja autoestima, o si se quiere, a una permanente sensación de incapacidad, de desconfianza ante nosotros mismos, que abarca desde la calidad de un producto hasta el desempeño de una empresa, o la eficiencia de las instituciones. Son contados con los dedos de la mano los hitos de los que los venezolanos se sienten orgullosos. ¿Somos acaso un pueblo torpe o menos dotado que otros? ¿Debemos cargar con la vergüenza de ser incapaces? ¿O preferimos endosarle la responsabilidad a nuestros gobernantes? Esto último lo hacemos con frecuencia, y pareciera que olvidamos que nuestros gobernantes son, en primer lugar, elegidos por los gobernados; y en segundo lugar, venezolanos por igual, y no habitantes de otros planetas que por casualidad han aterrizado en nuestro territorio.

Ya en los años cincuenta una sociología del pesimismo invadía a nuestros intelectuales que se mostraban dudosos de la capacidad del pueblo venezolano para enfrentar los retos de la modernidad. O se sentían horrorizados porque temían la acción devastadora del petróleo en la cultura tradicional, que, de acuerdo con su visión, podría llevarnos a la pérdida de los valores adquiridos y, al mismo tiempo, a un derrotero de derroche, transculturización y hasta malos hábitos morales. El tiempo ha transcurrido, y en cierta forma el país se ha reconciliado con su condición petrolera, pero el pesimismo sigue siendo una marca de nuestro pensamiento, tanto ilustrado como del ciudadano común. ¿Debemos pensar entonces que los venezolanos somos seres pesimistas por naturaleza, incapaces de reconocer nuestro valor, o de emplearlo de una manera oportuna? ¿Por qué comenzamos cualquier comentario adverso con el dicho de “estamos en Venezuela”? ¿O nos sorprendemos con un “no parece venezolano” cuando algo sale bien?

Hagamos un listado de nuestras características negativas; no con el ánimo de ahondar el pesimismo, sino por el contrario de intentar objetivar esto que he llamado una paradoja venezolana.

La permanente discontinuidad. Fácilmente cualquier venezolano puede identificar la dificultad –si no imposibilidad– para establecer la permanencia de los proyectos, sea cual sea su naturaleza. No me refiero a un continuismo inerte que detenga las innovaciones sino a una suerte de maldición que lleva al traste las mejores iniciativas porque en el transcurso “algo” se interpone en su sobrevivencia. Puede ser que desaparezca la persona que liderizaba la acción, o que cambie la composición de la institución que la auspiciaba –incluyendo, por supuesto, el cambio de gobierno–; o a veces, simplemente un cansancio, o una arbitrariedad que concluye por cancelar los propósitos. Cuando nos comparamos con los países que “funcionan”, lo primero que podemos advertir es la continuidad de sus instituciones y sus procedimientos, sin que ello signifique que se mantengan estáticos. Introducen cambios naturalmente, constantes cambios, pero la idea-fuerza de que el proyecto debe continuar se mantiene. O, en todo caso, se descontinúa después de haber estudiado las razones que así lo aconsejan. Cometerán errores, qué duda cabe, pero en líneas generales apuntan hacia objetivos estables. En Venezuela los planes, grandes o pequeños, tienden a impulsarse con gran entusiasmo, y con la mayor frecuencia a descontinuarse sin que sepamos muy bien los porqués. Un buen día, el proyecto ha sido cancelado, y por supuesto, en su lugar aparece otro que promete ser mucho mejor, más ambicioso, y de mayor alcance. Aun así su destino es el mismo: morir sin saber de qué mal.

Unido a la discontinuidad aparece la incapacidad para concluir. Las cosas están listas, pero he aquí que falta un detalle. Un asunto a veces mínimo, casi banal, el último clavo que hay que ajustar, una tontería, pero esa “tontería” es con frecuencia la que impide el arranque del proyecto, o cualquiera sea la denominación que le demos. Es una suerte de abandono que nos acomete ante el resultado ya casi visible; un dejarlo ahí cuando precisamente lo que faltaba era el menor esfuerzo. Es una característica muy extraña, como un horror al desenlace, a encarar que aquello –bueno, malo o regular– es el producto final. Una decepción, quizá, de que solamente sea eso lo obtenido.

La rutina de la imprevisión. Esta es, sin duda, una de las características más perversas de la vida social venezolana. Una permanente sorpresa ante condiciones que son más que sabidas, y cuyas consecuencias son muy duras para la gente común. Es la sorpresa que, invierno tras invierno, parece sobrevenir a los gobiernos locales cuando las viviendas precarias se derrumban por efecto de los aguaceros. O cuando los servicios de bomberos no están en condiciones de apagar los fuegos que, verano tras verano, tienden a propagarse porque sus equipos siguen siendo insuficientes, como lo fueron el año anterior, y lo serán el próximo. No estamos ni siquiera hablando de las posibilidades de predicción a largo plazo que, en los países que “funcionan”, se hacen para calcular las necesidades futuras de la población en términos de demanda de educación, salud, transporte, vialidad, energía, y así sucesivamente. No será tampoco esta rutina de la imprevisión una consecuencia de no contar con los recursos humanos capacitados para planificar a corto, mediano y largo plazo. Es algo más misterioso lo que nos induce a esta suerte de sorpresa a la que voluntariamente nos sometemos, aunada a un permanente desprecio de la idea del “mantenimiento”, que implica la previsión. Los seres humanos estamos capacitados para conocer cierto tipo de eventos antes de que ocurran, y sobre todo cuando se trata de eventos marcados por la repetición. Es de suponer que los venezolanos también tenemos esa cualidad, pero nos negamos a ejercerla, aunque las víctimas seamos nosotros mismos.

Esto nos conduce al culto por el “operativo”. Una amiga que ha vivido muchos años en Venezuela, pero nació y se educó en otro país latinoamericano, suele decir que lo que más le llamó la atención cuando llegó a estas tierras fueron los “operativos”; le ha tomado mucho tiempo comprenderlos. ¿Por qué  se necesitan “operativos” para resolver situaciones cotidianas? Es bastante lógico si se sigue la línea de pensamiento anterior: la discontinuidad, la imposibilidad de terminar y la imprevisión conducen inexorablemente a la necesidad de organizar lo que los venezolanos llamamos “operativo”; es decir, un mecanismo de campaña, como se utiliza en las guerras o en las catástrofes, para encarar las situaciones que se presentan aparentemente de improviso. Así pueden ser necesarios los operativos para las más diversas ocurrencias. En general, los venezolanos somos bastante buenos en el asunto; sabemos “implementar” medidas de urgencia en poco tiempo y con un índice razonable de eficiencia. No nos pidan que, encima, podamos prever cuándo serán necesarias.

Y hablando de eficiencia, siempre encuentro muy útil citar los resultados de algunas investigaciones psicosociales realizadas en Venezuela durante el siglo XX.

Hace ya algunas décadas Maritza Montero (1984: 157-163) realizó una investigación sobre la autoimagen del venezolano desde una perspectiva psicosocial y psicohistórica. En la primera encontró una autoimagen compuesta por atributos negativos, como la pasividad, la falta de cultura, el irrespeto a las leyes y la prodigalidad. Los atributos positivos se caracterizaban por la alegría, simpatía e inteligencia. Esta autoimagen prolongaba la que se desprendía de las investigaciones psicohistóricas (1890-1982) que destacaban la violencia, la pereza, la falta de creatividad y la irreflexión. Entre los rasgos positivos de nuevo destacaban el humorismo y la alegría, unidos al igualitarismo, la generosidad y el coraje. También José Miguel Salazar (2001: 118-120) reporta datos similares. En un estudio llevado a cabo en los años setenta por Mc Clelland los venezolanos puntearon muy alto en poder, medianamente en afiliación, y muy bajo en logros. Lo interesante es que estos resultados fueron semejantes a los obtenidos en una investigación realizada veinte años después por Lynn, en la que los venezolanos ocuparon el penúltimo lugar en necesidad de logro, y la posición más alta en dominio. Se desprende de estos resultados que la cultura venezolana no aprecia la ejecución eficiente y el logro como cualidades prioritarias; no quiere esto decir que los venezolanos no sean capaces de adquirirlas sino que no son valores privilegiados que ejerzan una fuerza motriz en la sociedad. De allí podemos deducir que la capacidad de ejecución social es considerablemente menos deseada que el poder, y ello es congruente con la cultura heroica que rige en Venezuela y que veremos a continuación.

Pero antes añadamos a estas consideraciones las conclusiones del sacerdote y sociólogo Alejandro Moreno. Para este investigador el sentido de vida del pueblo venezolano no es el progreso sino el mantenimiento y disfrute de lo que denomina la “trama materna”. La comunidad, que de este sentido de vida emerge, “se construye siempre a la manera de la trama familiar”, es decir, una “comunidad solidaria pero con una solidaridad de tipo materno, esto es, no basada en acuerdos ni en razones sino en afectividad”[1]. Silverio González Téllez (2005: 141­146) cita a Samuel Hurtado[2], quien propone tesis similares a las de Moreno para explicar que la clave de la cultura y la identidad venezolana difiere de la ética occidental en la ausencia de pacto social de convivencia. El comportamiento doméstico predomina sobre el comportamiento social, y la ética de esa socialización está determinada por una cultura matrisocial. González retoma la noción de “crisis de pueblo” de Briceño Iragorry para centrarla en “las fijaciones primitivas de la matrisocialidad”, que privilegian los vínculos afectivos y privados del grupo tribal sobre los impersonales, indispensables para establecer normas de convivencia y criterios universales. De allí se genera una inconsistencia en la observancia de las leyes “que son para los otros, no para los míos”. De acuerdo con estas hipótesis, el sujeto desconfía de los otros, de la ley y del Estado, y sólo respeta las leyes tribales.

Se comprende que una sociedad que principalmente basa sus acciones en el disfrute de la “trama materna”, es decir, en la afectividad y la voluntad personal por encima de las normas universales y colectivas, tiende a un cierto caos cognitivo y volitivo: las cosas se hacen pero de acuerdo a la emoción y  disposición del momento. Prever, continuar, terminar, son acciones propias de quien piensa en los otros, entendiendo los “otros” como todos aquellos que incluyen a los “míos”, pero no son solamente los “míos”, sino la colectividad como un todo; la colectividad abstracta, que no conozco ni me conoce, pero de la que formo parte en tanto compartimos la ciudadanía; incluso, la comunidad del futuro.

La valoración de la ciudadanía es un tema fundamental en lo que venimos considerando. Ser buen ciudadano no es solamente colocar la basura en su lugar, evitar los ruidos molestos a ciertas horas, o darles paso a las personas con niños; esas serían normas básicas de convivencia. La ciudadanía exige algo más. En primer lugar el concepto de ciudadano. Para nadie será un descubrimiento que en los últimos años la palabra ha sufrido una sensible disminución en los discursos públicos, sustituida por la palabra pueblo. El pueblo es un concepto inclusivo pero amorfo, anónimo, masificante. Todos y nadie lo conforman. Ciudadano es un concepto singular, particulariza al sujeto, lo individualiza. Ahora bien, ¿en qué consiste serlo? O mejor dicho, ¿qué condiciones lo caracterizan?

No pretendemos una definición política del término, sino un acercamiento a la cultura que se desprende del mismo. ¿Quiénes son los ciudadanos? En principio los constructores de la sociedad; los que viviendo en ella contribuyen a su permanencia y crecimiento a través de la producción social: de trabajo, de educación, de valores, de proyectos, de sentidos colectivos. Los ciudadanos se juntan para una tarea común, aunque puedan tener entre sí las mayores diferencias. Ser conciudadanos no significa que pensamos lo mismo o que queremos lo mismo; no se trata de la pertenencia a un proyecto totalitario. Significa que, aun a pesar de nuestras diferencias, e incluso gracias a ellas, somos partícipes de una empresa que nos interesa a todos. Significa que somos individuos particulares sometidos a normas colectivas que hemos aceptado, es decir, que nos regimos por leyes para asegurar la convivencia pacífica, y que cuando se transgreden esas leyes, la misma sociedad, a través del Estado, que es su expresión, tiene la obligación de restituir la justicia y el bien común; desde imponer una multa por estacionar mal el automóvil, hasta la privación de libertad en castigo por un crimen.

Pues bien, pudiéramos decir que entre los venezolanos hay muchos que respetan las leyes y contribuyen a la construcción social, y abundan quienes se sienten y son individuos que, dentro de la pertenencia a la comunidad nacional, mantienen una conciencia individual, y desde ella toman decisiones para dirigir sus vidas. Pero ocurre también que la cultura ciudadana no se impone, no es la portavoz del discurso mayoritario. ¿Es eso una consecuencia de la falta de educación? Sí, pero no del nivel educativo formal, sino de la pobre educación ciudadana que los venezolanos hemos recibido. Hemos sido educados en la cultura de los héroes.  Y ciudadano y héroe son conceptos muy distantes.

Para Axel Capriles (2008: 36) “en la psicología del héroe no hay espacio para los quehaceres de la paz. Desconoce el mérito del trabajo y el valor de los imperceptibles logros ordinarios. Desprecia el empeño metódico y constante”. Esas y otras valoraciones son la desafortunada consecuencia de haber impuesto al héroe guerrero como rol model en la educación de los venezolanos, y de haber instalado la guerra de Independencia como única proeza de la venezolanidad. Afirma Rafael Arráiz Lucca (1999: 83)

En Venezuela no educamos con el ejemplo de los ciudadanos sino con el ejemplo de los héroes militares… aquí a los niños se les alienta con la búsqueda del poder, de la gloria de los hombres armados.

De estos paradigmas derivan los códigos heroicos degradados que inundan el imaginario venezolano.

El culto revolucionario tiene sus raíces en el seguimiento arbitrario del ejemplo bolivariano entendido como la pasión por arrasar con el pasado, y el permanente deseo de empezar todo desde los cimientos. La confusión de los tiempos y los propósitos de la gesta independentista desembocan en una perenne exaltación de la ruptura, que desacredita lo existente en pos de ideales utópicos, sin otra justificación que la búsqueda irresponsable de la renovación permanente. Tiene esto mucho que ver con la dificultad para perseverar y concluir, así como para aceptar la modestia de las tareas posibles, aunque no sean grandiosas ni utópicas.

Esta fascinación por la “revolución” no es patrimonio de la política. Dice Gisela Kozak (2008: 9­16) que “el pensamiento, la literatura y el arte en Venezuela… para nuestro infortunio, se han prestado en demasiadas ocasiones para justificar la rebelión, el espíritu contrario a la institucionalidad, la violencia, el caudillismo o el rigor dictatorial como destino inevitable”. Sobre las razones que explican por qué los venezolanos cultivan una actitud de escepticismo y de negación ante los logros acumulados, apunta una “vena nihilista que nos empuja a actuar como los antiguos conquistadores, como si acabáramos de llegar a una tierra prometida pero ignota”. La visión negadora de la experiencia democrática es, en su criterio, uno de los mejores ejemplos de este caso.

El nihilismo expresado en la imposibilidad de construir y  creer ha sido una fuerza permanente en contra de la generación de valores comunes y la confianza de las sociedades en sus propias potencialidades. Vinculado a esta “nada” que disuelve las ataduras sociales aparece el personalismo. Elías Pino Iturrieta (2007: 9 y ss.) lo define como

Un fenómeno constante en la historia de Venezuela, a partir del momento en que se dan los primeros pasos hacia la arquitectura de una nación independiente… En cualquiera de sus predicamentos la denominación refiere a un individuo capaz de encarnar las aspiraciones de grupos grandes y pequeños, a veces diminutos pero en ocasiones multitudinarios, por encima de las necesidades más evidentes de la sociedad.

En sus causas menciona la guerra de Independencia; al desvanecerse la autoridad del rey, legitimada por la tradición, y desplomarse el anterior Estado de Derecho, personas hasta entonces desconocidas, y sin ninguna influencia, comienzan a llenar el vacío de la autoridad monárquica. También apunta el hecho de que la penetración del territorio fue una acción de los intereses particulares, aun cuando estuviesen determinados por la Corona. Por otra parte pareciera imposible que las voluntades individuales no se impusieran sobre las leyes en unos espacios tan vastos como lejanos de la metrópolis colonial. De allí quizá viene la frase que se atribuye a los funcionarios reales cuando recibían órdenes que no querían obedecer, y que expresa un cinismo típicamente venezolano: “se acata pero no se cumple”. Pino Iturrieta (2007: 88 y ss.) añade otros elementos históricos; en primer lugar, el propio culto al Libertador, que justifica todas sus obras sin detenerse en que ellas mismas pudieran ser causas del autoritarismo y personalismo.

El impulso a la libertad, presente en todas las sociedades, adquiere en Venezuela la cualidad del anarquismo –de acuerdo a Axel Capriles (2003: 143) – a través del “absolutismo personal, la insumisión rebelde, el marcado individualismo convertido en personalismo a ultranza, donde siempre predomina la voluntad de no estar sometido a nada ni a nadie”.

Estrechamente vinculado con lo anterior aparece el autoritarismo. Luis Enrique Pérez Oramas (2003: 4­5) establece una interesante relación entre la autoridad, el principio de la igualación, y el nihilismo.

Se puede decir que el venezolano no reconoce la autoridad sino a partir de un principio de “igualación”… y sobre todo su encarnación en personas e instituciones, sin antes establecer un supuesto de igualdad con quienes representan o encarnan la autoridad a través de una serie de operaciones sociales que sería urgente analizar cuidadosamente. De esta  forma, por demás, curiosa, el venezolano introduce en la dinámica de su relación con la autoridad el principio de su virtual aniquilación, el germen incesante de su desconocimiento ritual. Se diría que el reconocimiento de la autoridad pasa, en Venezuela, por su desconocimiento.

Su hipótesis se centra en que, para resistir una historia autoritaria, los venezolanos desarrollaron el igualitarismo como resistencia, como modo de expresar que, si las cosas fuesen de otra manera, cualquiera pudiera ocupar el lugar del poder. De esta forma, se desmonta todo contrato social basado en la autoritas. Así como en el tema de la rebeldía y el autoritarismo podemos trazar las huellas de la libertad como valor supremo de la Independencia, la idea de que el venezolano sólo puede aceptar órdenes de quien considere su igual –lo que de alguna manera establece una suerte de horizontalidad ficticia, o de eliminación de la superioridad de competencias–, está íntimamente relacionada con el otro valor independentista: la igualdad.

Entre los códigos que venimos señalando hay un eje común: la relación conflictiva con la ley. O se la ejerce en forma autoritaria y personalista; o se la rompe invocando un acto “revolucionario”; o se la burla anárquicamente; o se presume de una igualdad arbitraria para no respetarla; o, finalmente, se niega la validez de cualquier ley porque todas son injustas. Según Axel Capriles (2008: 149)

Una larga historia de despotismo, opresión, personalismo, autoritarismo, violencia y dictadura, impidió la acción e internalización de la norma como mecanismo de regulación y control socialmente útil. Nuestras vicisitudes históricas frustraron la maduración institucional y nos dejaron solos, desprotegidos e indefensos frente a la arbitrariedad y el poder.

Pareciera, pues, que en el imaginario venezolano, no sólo incide la ausencia histórica del padre real con desafortunada frecuencia, sino un padre  simbólico erosionado en su capacidad de sostener la ley. Un padre autoritario, aventurero, arbitrario y abandonante, que ofrece a los hijos el mismo camino para adquirir la propiedad y el poder. Un padre que se superpone a la ley, que se constituye en ley de sí mismo, y que deja abiertos los resquicios para que los hijos encuentren sus propias leyes, o aprendan a burlarlas.

Veamos, por último, algunos perfiles arquetípicos que se constelizan a partir de la codificación heroica.

El “alzao”, el que se rebela contra una autoridad; o se hace salvaje y montaraz; o se apropia de un objeto; y el “pájaro bravo”, persona sinvergüenza y aprovechada, serían dos de los más comunes[3]. Axel Capriles (2003: 143­145) vincula estas figuras con el impulso libertario que se transforma en rebeldía, individualismo y personalismo, dominado por la voluntad de no aceptar ningún dominio.

La historia política venezolana es testigo de la fascinación colectiva con la figura del “alzao”, el insurgente, el rebelde, aquél que se levanta y parte con un piquete para luego volver y dar un golpe de estado. el “alzao” es el tipo que actúa por su cuenta, sin acatar normativa alguna, el hombre que se colea [saltarse la cola] porque le da la gana o cree tener razón, el “echao pa´lante”, el audaz, el altanero que no resiste estar supeditado a reglas y normas abstractas por encima de él.

José Miguel Salazar (2001: 118­119), en un artículo de 1960, definió el “pajarobravismo” como la actitud que sustenta la mayoría de las acciones de los venezolanos, y aun cuando la hipótesis no fue sometida a análisis, la siguió considerando interesante cuarenta años después. “Pájaro bravo” es el que se impone por la fuerza, sin consideración, el que se sale con la suya no importa qué se le oponga. Distinto es el “vivo”, el personaje que encarna los cuentos infantiles de Tío Tigre y Tío Conejo. Éste último es un personaje simpático, astuto e ingenioso, que triunfa gracias a la burla y el engaño, y logra huir de los castigos por sus transgresiones. Es la imagen que sintetiza la “viveza criolla” como psicología de la supervivencia para sobrevivir al poder que representa Tío Tigre.

Dentro de esta configuración aparece también el “malandro”[4]. El Centro de Investigaciones Populares dirigido por Alejandro Moreno destaca que su perfil está compuesto por: “la rebelión frente a la autoridad, la existencia fuera de toda norma, la incapacidad para asumir responsabilidad o la evasión del compromiso, la inmediatez, la concepción del tiempo como sucesión de presentes, la dificulta para concebir la vida como proyecto o la intención de gozar la vida sin ningún límite”. Para el malandro, “tener respeto es que nadie lo someta” [5]. Particularmente interesante, desde la perspectiva del heroísmo como código degradado, es la autopercepción del malandro como guerrero. La asociación entre ambos términos tiene sus razones. Más allá de los valores que se puedan adscribir a los héroes épicos, como dice Axel Capriles (2008: 35­38), son también guerreros brutales.

En la mentalidad heroica no sólo domina el arrojo sobre la sensatez, sino que el horror pasa desapercibido y es tomado como acto normal… El heroísmo es, en su núcleo arquetipal un código de guerra y pillaje.

Más aún, considera que es un arquetipo vinculado al fanatismo y a la legitimación de la violencia. Su pasión está conducida por una ira prolongada, y su apetito es la conquista; incluso, el saqueo y el botín como tantas veces ocurren en las guerras. Su invasión produce una forma de poder que es la “dominación carismática”, la entrega al líder mediante lo que se deposita en ese otro al que se le atribuye todo el poder y la fuerza que la persona común no tiene. Pero el héroe, además, vive en los límites de la transgresión, no se rige por los códigos comunes y puede saltar por encima de la ley porque, precisamente, su misión es hacer nuevas leyes. La relación entre el guerrero y el delincuente se establece sobre una interpretación de estos valores, una suerte de imitación burda del hombre fuerte, que vive fuera de  la ley porque él es la ley que impone por la fuerza de su arma.

A partir de una investigación realizada en un penal de Caracas, Yolanda Salas (2000: 205) da cuenta de cómo los reclusos no se consideran a sí mismos ciudadanos sino guerreros.

El auge del poder ejercido por los gangs, las bandas, los carteles o el sicariato, por ejemplo, lejos de acabar la violencia, terminan por instaurarla y por configurar un sentido nuevo de lo heroico y de lo guerrero, basado inclusive en principios autodestructivos… Como guerrero se percibe el preso dentro del recinto carcelario y como tal se comporta en su lucha por la sobrevivencia en el penal;… sobre su cuerpo lleva inscritas, la mayoría de las veces, las cicatrices del combate y los tatuajes de su estirpe, que lo elevan de rango. Son hombres poseídos por los mismos imaginarios gestados en el colectivo.

Quiere decirse que la persistencia de un imaginario heroico como cultura privilegiada sobre los valores ciudadanos nos mantiene en el culto por glorias históricas que en nada nos acercan al progreso. Más aún, que esa cultura heroica en el tiempo se degrada y termina por engendrar la violencia. Necesitamos construir un relato alternativo que haga honor a las virtudes democráticas y pacíficas de la venezolanidad, para lo que simplemente basta con recurrir a nuestra historia cambiando el acento de los guerreros hacia los ciudadanos.

Obras citadas

Arráiz Lucca, Rafael (1999). El recuerdo de Venecia y otros ensayos. Caracas: Editorial Sentido.

Capriles, Axel (2003). “Individualismo anárquico y civismo solidario: Apuntes de ecología social venezolana”. En Venezuela, repeticiones y rupturas. VV. AA. María Ramírez Ribes compiladora. Caracas: Capítulo Venezolano del Club de Roma: 139-157.

____________ (2008). La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo. Caracas: Taurus.

González Téllez, Silverio (2005). La ciudad venezolana. Una interpretación de su espacio y sentido en la convivencia nacional. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana.

Kozak Rovero, Gisela (2008). Venezuela, el país que siempre nace. Caracas: Editorial Alfa.

Montero, Maritza (1984). Ideología, alienación e identidad nacional. Una aproximación psicosocial al ser venezolano. Caracas: Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela.

Pérez Oramas, Luis (2003). “Venezuela: autoridad y autoritarismo”. Revista El Puente. Caracas, septiembre  2003. Nº 0: 4-5.

Pino Iturrieta, Elías (2007). Nada sino un hombre. Los orígenes del personalismo en Venezuela. Caracas: Alfa.

Salas, Yolanda (2000). “Imaginarios y narrativas de la violencia carcelaria”. En Ciudadanías del miedo. VV. AA. Susana Rotker editora. Caracas: Editorial Nueva Sociedad: 203-216.

Salazar, José Miguel (2001). “Perspectivas psicosociales de la identidad venezolana”. En Identidades nacionales en América Latina. VV. AA. José Miguel Salazar coordinador. Caracas: Fondo Editorial de Humanidades y Educación. Universidad Central de Venezuela: 115-139.

Notas:

[1] Moreno, A. et al. (1998). Historia de la vida de Felicia Valera. Caracas: Fondo Editorial Conicit. Citado en González Téllez (2004: 146).

[2] Hurtado, S. (1995). Cultura matrisocial y sociedad popular en América Latina. Caracas: Tropykos­Faces/UCV.

[3] DV, Vol. 1: 35; Vol. 2: 327.

[4] Patricia Márquez (2000: 224) cita que el origen del término es la palabra malandrini, utilizada en el renacimiento italiano como bandido o malhechor.

[5] Moreno, Alejandro; Campos, Alexander et al (2007). Y salimos a matar gente. Investigación sobre el delincuente venezolano violento de origen popular. Maracaibo: Universidad del Zulia, Centro de Investigaciones Populares: 828-829. (Citado en Capriles, 2008: 167).