La primera vez que leí a Teresa de la Parra tenía unos veinte años. La razón de esta tardía lectura es una coincidencia biográfica con ella. Yo también estudié el bachillerato en un colegio de monjas en España y llené mis lagunas indispensables de literatura venezolana por mi cuenta y riesgo. Para mal y para bien. Para mal, porque no tuve un lector que me guiara y lo hice sin método ni referencias. Para bien, porque leí libre de las ideas preconcebidas que dominaban entonces a la crítica venezolana. En esos años, para la joven sesentista que yo era, la literatura constituía una pregunta a la vida. Mi espíritu se movía entre los Rolling Stones, la marihuana, Joan Baez, los hippies, la revolución sexual, la guerra de Vietnam y los discursos de Fidel. En ese estado de ánimo, confieso que Mamá Blanca me resultó insufrible. Ifigenia, decepcionante. Mi apetito demandaba platos más fuertes, especies más picantes. Mi modelo de escritora era entonces la desaliñada Simone de Beauvoir, alguien en capacidad de conmover mis ordenamientos como joven formal, y la elegante Teresa de la Parra se me presentaba como la imagen de mujer de la que precisamente venía huyendo. El sabor de la tradición, las férulas familiares, el matrimonio convencional, todo ello formaba parte de lo que yo había dejado atrás, era el pasado con el que mi generación pretendía romper. No encontré en aquella lectura ninguna respuesta a mis interrogantes, ningún consuelo a mis juveniles tormentos. Por eso digo que, de haber tenido una guía orientadora de mi apreciación literaria, mis conclusiones probablemente hubiesen sido distintas, pero fue, como casi todas las que he hecho, una lectura solitaria. En aquel estado de ánimo, fugada con Olmedo o casada con Leal, María Eugenia Alonso y yo no teníamos nada que decirnos. La segunda lectura ocurrió cuando había cumplido los cuarenta. Atravesaba por un período de relecturas, quizá porque había llegado a la edad en que la vida se decide para siempre. Tenía escrito un largo artículo acerca de Madame Bovary, en su relación con un imaginario psicoanalista, y quise volver al tema de Ifigenia, cuya similitud con Emma me parecía entonces evidente. Había concebido el proyecto -que no llevé a cabo como me ocurre la mayoría de las veces- de escribir acerca del tema pasional en la literatura y pensé en la Ifigenia criolla como una de las protagonistas. Leí la novela en un ánimo completamente diferente al de la primera vez. Subrayando, volviendo atrás, anotando. Quedé admirada de la perfección narrativa. De la impecabilidad de la estructura, del balance justo entre el argumento y la forma, del conformación de los personajes, la pertinencia de los diálogos, la frescura del tono, la belleza de la prosa, la agilidad en la exposición de los acontecimientos con la que la novelista me suspendía emocionada ante las dudas de la protagonista, como si yo ignorase su destino. Leí a Teresa de la Parra como se lee a una maestra. No me interesaba entonces que me ofreciese respuestas a mis interrogantes sino recibir de sus páginas una lección de arte narrativo. Valga la mención de Madame Bovary, a mi juicio la mejor novela jamás escrita, porque pienso que si Teresa de la Parra no hubiese sido venezolana, probablemente María Eugenia hubiera alcanzado ese estatuto de “universal singular” que Sartre atribuyó a la heroína de Flaubert. María Eugenia es el personaje mejor creado de la literatura venezolana -de nuevo en mi salvaje juicio. No quiero con esto dar a entender que califico a la novela como la mejor de nuestra literatura, sino que María Eugenia Alonso me parece la mejor construcción dramática de un personaje.
Hace pocos meses volví a leerla, acariciando otro proyecto cuyo desenlace todavía ignoro. Leí el Diario de Fuenfría, la correspondencia, y las conferencias colombianas, así como los prólogos de Julieta Fombona y Velia Bosch que aparecen en la edición de la Fundación Ayacucho. Repasé también el libro iconográfico preparado por Velia Bosch y un artículo de María Fernanda Palacios, contenido en el libro Diosas, musas y mujeres de Monte Ávila, la entrevista con Lydia Cabrera por Rosario Hiriart, y algunos de los artículos del libro Teresa de la Parra ante la crítica. Ahora me interesaba la escritora, la mujer que había sido. Traté de mirarla haciendo uso de la libertad que me concede el no ser una académica, el no haber estudiado formalmente literatura venezolana, desde mi condición en cierta forma de outsider. Traté de entenderla desde una parcial coincidencia de clase que me permite leer entre líneas y suponer algunas complicidades. Ninguna de estas condiciones me extienden carta de autorización para adelantar una mejor visión que la que otros hayan ofrecido, y en ningún caso tendría instrumentos para convertirme en exégeta de su obra. Mi mirada es la de una mujer escritora, que ha construido su propia historia, que conoce las trampas del camino, y que, desde ella, intenta explorar la de una escritora fundamental de su país, no sólo por su valor intrínseco sino por ser el origen más importante de la novelística escrita por mujeres. Lo que a continuación comparto son mis impresiones de lectura. La primera es el tremendo y pesado mito construido a sus expensas. Ana Teresa Parra es Ifigenia. El personaje que construyó ávidamente la crítica, devorando a la mujer. Es posible que yo cometa el mismo pecado y termine construyendo otro mito, pero al menos quisiera aproximarme a un mito que dé cuenta de una mujer escritora, no de una ninfa o una diosa. Otras impresiones fueron: la dificultad para explicar el hecho de que su obra sea tan reducida sin recurrir al pretexto de la muerte prematura; el enigma de la “infortunada vida amorosa”, o la púdica “soltería”, con que todos, más o menos, se refieren a su ambigua sentimentalidad; las categorías con las cuales se la ensalza: la gracia, el encanto, la elegancia, la virginidad, la seducción que, al parecer, la convertían en una persona amada y admirada por todos. El hálito de virtud con que se califican todos sus actos. Por ejemplo, un largo viaje a Italia en automóvil, en compañía de sus amigas y hospedándose en los mejores hoteles, no se registra como el turismo culto, propio de una escritora de buena posición económica, y probablemente divertido a juzgar por los rostros de las fotografías, sino como “un viaje de peregrinación”.
Desde esta orilla santificada pareciera que nada puede interrogarse, todo tiene justificación, toda pregunta respuesta, y si no es así, es porque la pregunta es innecesaria. Desde la otra orilla, satanizada, la construcción del personaje se hace en la irrisión derogativa: una señorita aburrida, una gomecista recalcitrante, una pensionada del régimen más abyecto de nuestra historia. Una goda insoportable, en fin. Ninguno de estos perfiles resulta satisfactorio, redundan en que es, al fin y al cabo, una mujer, y, por lo tanto, un cuerpo adorable o detestado.
En esta tercera aproximación me interesaba el sujeto que escribe, la historia de una mujer escritora. Desde esa perspectiva su obra puede revalorizarse. ¿Acaso eso es necesario?, podrían preguntarse algunos. Un mito de nuestra literatura, ¿qué mayores valoraciones necesita? Más que una revalorización, la palabra adecuada sea quizá refrescamiento. Es bien sabido que los paradigmas de la crítica han modificado sustancialmente el mapa y que, en la actualidad, los estudios literarios se intertextualizan en los estudios culturales. El texto se vacía y se agrupa desde otros contextos de significado. Dentro de ellos, es particularmente importante la lectura del sujeto que escribe, y cuando el sujeto es mujer, no cabe duda de que la perspectiva de género es tomada en primer plano. No sé si estas nuevas perspectivas son mejores o peores que las tradicionales pero arriesgo la opinión de que la crítica sobre Teresa de la Parra, a la luz contemporánea, suena gastada. No cabe ya aproximarse a un autor desde el ángulo de la idealización, y menos de sus cualidades personales en términos de bondad, dulzura, gracia. De explicar su vida como una “entrega al arte”, como el camino de superación de un espíritu superior.
La lectura del diario de Fuenfría, que en realidad comienza antes, en Francia, en 1935, me resultó conmovedora, a pesar de ser fragmentario y expurgado. Por primera vez me pareció escuchar directamente su voz, la voz de una persona. He escuchado decir que otros documentos personales reposan en la Biblioteca Nacional y que, en fecha futura, serán accesibles a los investigadores. Ignoro si esto es cierto, pero de serlo, quizás resulten en un gran hallazgo para iluminar su obra. Me remito obviamente a lo que está publicado. En la medida en que Teresa sabía su fin próximo, la urgencia la invade. No tiene ya la paciencia para escribir en su cuidada prosa, ni preocupación para otra cosa que no sea la vida que se le escapa. Un tema aparece insistente: aprovechar el tiempo. Intenta reordenar lecturas, establecer listados, seguir estudiando. No hay, sin embargo, una sola palabra con respecto a lo que desea escribir.
Después de la publicación de Memorias de Mamá Blanca, en 1928, tuvieron lugar las conferencias colombianas. Me defraudaron. Fue invitada para hablar de ella y de sus novelas, rechazó ambos temas y habló de las mujeres, pero de las mujeres del pasado. Las conferencias están escritas en su siempre cuidado formal del lenguaje pero el contenido es muy pobre. Repite los lugares comunes de nuestra historia, sin añadir ningún punto de vista personal, sin atreverse a dar una mirada propia. Son un bello resumen de anécdotas ingenuas que nada aporta. La escritora se escuda detrás. Podría decirse que era tan modesta que jamás se le hubiese ocurrido hablar de ella misma. No lo creo. Los comentarios de sus cartas y sus diarios, frecuentemente irónicos y despreciativos para con los escritores, y otras personas, parecieran indicar que la modestia no era la mejor de sus virtudes. Creo que no se atreve a hablar de ella. Que no tiene un discurso acerca de ella, que no se reconoce como sujeto que, al hablar de sí misma, creará un discurso. En esa visita a Bogotá concibe el deseo de escribir una biografía íntima de Bolívar, particularmente de su vida amorosa. Este proyecto nunca realizado es, sin embargo, muy significativo. En primer lugar, porque la escritora, al entrar en el tema de la intimidad amorosa, y evidentemente sexual, ya que a Bolívar no le hubiese podido atribuir los pudores de María Eugenia, lo propone bajo la máscara masculina. El Yo narrador va a entrar en un hombre para, desde allí, establecer un discurso sobre la intimidad. En mi opinión, la escritora no se sentía capaz de hacerlo desde un Yo femenino, desde el suyo. De la misma manera en que no pudo hablar de ella y de sus novelas. Prefirió hablar de historia, de la que, para ser sinceros, no sabía demasiado. Pienso que las conferencias colombianas son su testamento, la manera de decir que no seguirá hablando de ella misma. La biografía no fue ni siquiera comenzada. Me pregunto si acaso no le interesaba demasiado. Si la emoción por Bolívar, surgida en Santa Marta, el Bolívar de la soledad y el abandono, dos palabras que ella repetirá con frecuencia, metaforizan su elección de soledad. Como escritora, ella sabe que se ha desmarcado de su tribu.
En su narrativa se observa una profundización del retorno, de un movimiento en regresión. Ifigenia es una adolescente, Mamá Blanca, una anciana, y el tema, la infancia. Luego, el silencio. Pareciera sentirse acorralada por su propia escritura, lo que es, por otra parte, el proceso implacable de todo escritor. ¿Qué más iba a contar de su infancia y adolescencia? Necesitaba nuevos temas, nuevas miradas dentro de sí misma, y ése era un tema de alto riesgo. Hablar de ella como mujer, de la vida en tanto protagonizada por una mujer adulta, escritora, intelectual, la cercaba. No me refiero a algo tan banal como el temor a confesarse en sus libros, ella sabía muy bien el carácter autobiográfico de sus novelas, tenía plena conciencia de ello y sabía escribir sin hablar en primera persona porque no era ninguna principiante. Pero era establecer un discurso acerca de la vida lo que no podía. Se va entonces más atrás, a Bolívar. Y a un hombre. Ella que, al parecer, no los conoció íntimamente, quería escribir acerca de la vida erótica de un hombre tan singular. ¿No es una contradicción? ¿No es un proyecto demasiado audaz? Creo que no, que era simplemente una barrera.
Mi impresión es que, después de Mamá Blanca, Teresa entra en un período de vacío de escritura, y que ese vacío tiene que ver con la barrera que se le impone para escribir acerca de otros temas que no sean los bucólicos. Su gran sacrificio es ese, el silencio. Mucho más terrible que el matrimonio de María Eugenia con Leal. Una obediencia, una fidelidad al mundo del cual provenía y que ya había transgredido suficientemente. Algunos comentarios de su epistolario sugieren que había perdido la fe religiosa, o al menos, que no se regía por ella. Su vida no se ajustó a los códigos esperados. Una mujer joven, que vivía sola en París, escribiendo, había sido ya ir mucho más allá de sí misma. Ese no era su destino, y pienso que las fuerzas para esa transgresión nacieron de su pasión por escribir. Nada dice de este primer viaje como mujer adulta a París en 1923, a los 32 años. Me atrevo a imaginar un cierto forcejeo familiar. En su contexto, una mujer soltera, a los 32, se había “quedado”. Una mujer tan bella, tan bien situada socialmente, ¿”quedada”? No podía esa circunstancia complacer los fines familiares. ¿Irse a París a escribir? Supongo que las largas estadías de su madre y hermanas en Europa ayudaron a convencer a la familia de la conveniencia de ese viaje. Pero, recordemos, Ifigenia fue escrita en Macuto. No se iba porque en Caracas no podía escribir, se iba -pienso- para escapar del encierro que le esperaba a una “solterona” en la Caracas de los años veinte.
No creo que la enfermedad fuera la causa del silencio posterior a Mamá Blanca. Hasta principios de 1936, Teresa hizo una vida bastante normal, como puede verse en los diarios, y el encierro en los sanatorios, lejos de ser un obstáculo, era más bien una ventaja ya que le permitía escapar a la mundanidad que en otras ocasiones le había robado mucho tiempo. Su estilo de vida está adelantado a su tiempo, mucho más que su escritura. Si María Eugenia se somete al orden patriarcal, Teresa no. Esto es lo más significativo, precisamente, que en el texto la escritora cede, en la praxis no. La escritora se desdobla, por una parte, escribe el sacrificio que se le impone a las jóvenes: casarse con o sin amor. Por otra, vive la elección de no hacer ni una cosa ni otra.
Parece que antes de morir le dijo a su madre que su mejor obra no estaba escrita, es decir, que ella sabía que su capacidad literaria estaba por delante. Para el mito la muerte se la arrebató, pero yo pienso que su silencio estaba decretado desde antes. Sólo su diario es la puerta de ese silencio. Un diario entrecortado, en estilo telegráfico, en el que habla de sí misma sin esconderse tras su estilo. Las cartas dicen poco, son ejercicios literarios, al menos las que conocemos.
Parte de su mito es la presentación de una escritora que no quiere serlo, que desprecia la vanidad de esa identidad y que escribe desde la inocencia y del arte. Sus actos no lo demuestran. A los 26 años publica varios cuentos cortos, a los 31 el “Diario de una caraqueña”, y a los 33 envía un cuento al Concurso de El Luchador, en Ciudad Bolívar. Poco después enviará Ifigenia al concurso en París que la hizo célebre. Dentro de las escasas posibilidades para un escritor venezolano de la época, y menores para el caso de una escritora, no cabe duda de que Teresa actúa con el perfil del que quiere construir una carrera.
El título de Ifigenia es fuertemente irónico. Sabe muy bien que una mujer no tiene ninguna razón para escribir, que no es ese el destino que se espera de ella, y se burla diciendo que las mujeres escriben porque “se fastidian”. Es como si dijera, ya que quieren una razón, daré la más tonta que se me ocurra. Sin embargo, el fastidio la acompaña siempre. Una suerte de vacío. Un no saber qué querer, como ella misma escribe. Una confusión de caminos. En mi propio mito de Teresa de la Parra, yo veo su confusión de caminos de la manera siguiente: por un lado, el camino de ser una mujer de su clase, atenta al vestido y el adorno, dispuesta al vacío del tiempo desocupado, soltera virginal, impecable moralmente. Por otro, la mujer de su tiempo que ha visto y conocido en Europa, precisamente en el período de entre guerra, de mayor liberalidad de costumbres, en la ciudad más liberal de las posibles. En mi mito particular, para Teresa ser una escritora de tiempo completo, ajena a las tiranías de su clase, viviendo como quiere vivir, es un modelo que le propone Lydia Cabrera, y que Teresa vive hasta un cierto punto. Probablemente en la intimidad. Pero escribir es un acto público. Tiene clara conciencia de ello cuando se refiere a que muchos lectores han creído ver en Ifigenia su autobiografía. Ella niega ser María Eugenia. ¿Por qué Teresa se desmarca del personaje cuando lo ha construido según el modelo de las jóvenes que ella conoce? Sin duda porque se sabe más allá. Ella no está en la duda de fugarse con Olmedo o casarse con Leal. Ha escogido la independencia fuera del orden patriarcal. El precio, quizá, es su silencio literario una vez que ha vaciado sus recuerdos, ¿qué contar ahora?
La veo como escritora, como novelista. Es común que el novelista comience recuperando su pasado, su construcción, que las primeras novelas tengan un carácter autobiográfico. Pero, ¿qué ocurre cuando esa materia se ha vaciado? En sus dos novelas claramente construye de dónde viene. Ahora, ¿qué tendría por escribir?
El “Diario de una caraqueña” es también muy interesante. Lo utiliza para apropiarse de él. Se apropia así de la identidad de su hermana, de una mujer casada que viaja para acompañar a su marido diplomático. Pareciera un abortado modelo de Vita Sackville, con una diferencia, esa no es su identidad. Ella viaja por su cuenta. De nuevo, en la escritura, Teresa acepta los modelos convencionales, donde ella rompe es en su acto.