Raíces del resentimiento

En Hekura. Revista Venezolana de Psicología de los Arquetipos y Estudios Junguianos. Sociedad Venezolana de Analistas Junguianos. Caracas, No. 1. 2005: 22-27

Resentido es dicho de una persona que se siente maltratada por la sociedad o por la vida en general. Resentirse es empezar a flaquear, debilitarse. Tener sentimiento, pesar o enojo. Sentir dolor o molestia en alguna parte del cuerpo, a causa de alguna enfermedad de dolencia pasada (DRAE).

He acudido al diccionario de la lengua porque el resentimiento, si bien es un fenómeno común, no tiene una definición propia en la clínica psicoanalítica. Probablemente es incluido dentro del diagnóstico psiquiátrico como rasgo de las personalidades paranoides que demuestran una tendencia a la queja o la acusación a otros de sus desdichas, o también como un signo depresivo, aunado a la desvalorización y sentimiento de fracaso, achacados a la acción de otros. Pero el resentimiento como tal no es un síntoma categorizado, lo que es curioso porque constantemente en el habla común escuchamos decir que alguien es un resentido, o que actúa por puro resentimiento, y se explican sus actos por este motivo, como si fuera una condición lo suficientemente importante como para determinar no sólo la conducta sino la vida de una persona, sus valores, sus metas y sus propósitos. ¿Podría decirse que el resentimiento por sí solo tiene la consistencia y la fuerza de dirigir la vida de alguien? Un síntoma –si es que damos esa categoría al concepto- no puede dirigir la estructura clínica sino al contrario: la señala pero no la conforma. La estructura inconsciente del sujeto es la articulación que determina sus conductas conscientes; la aparición de una manifestación sintomática nos permite conjeturar acerca de la misma, o también articularla dentro del conjunto, pero no calificar la estructura por la conducta. En resumidas cuentas no puede decirse desde la teoría psicoanalítica que el resentimiento dirige la vida de un ser humano. Y sin embargo, la sabiduría popular insiste en ello. Ciertamente, algunos síntomas ocupan un espacio tan determinante en la vida de una persona que se produce una identificación del sujeto con el síntoma; así hablamos del alcohólico, por ejemplo. Aunque el alcoholismo es un síntoma la vida del alcohólico se ocupa totalmente y termina convirtiéndose en un escenario cuya principal representación es el despliegue de la adicción y sus consecuencias. El síntoma se constituye en una suerte de identidad maligna que impide al sujeto activar otros recursos. Pierde los trabajos porque bebe, pero también podríamos decir que la pérdida de los trabajos lo lleva a la bebida. Se instaura un círculo intraspasable que efectúa daños identificatorios. Si bien debemos suponer que el síntoma obedece a una salida de la articulación inconsciente, una vez instaurado, comienza a actuar en forma repetitiva sobre el sujeto y a constituir una identidad que a su vez origina nuevos síntomas.

En un artículo acerca del concepto de trauma (Torres, 1992, p.125) sugería que el efecto traumático era el de constituir una identidad para el sujeto que comenzaba por verse a sí mismo como traumatizado, constituía su Yo en el trauma, y quedaba aislado en la situación traumática sin poder ir más allá del trauma, aunque las determinaciones del mismo hubiesen sido ampliamente exploradas en el tratamiento. El trauma –ya no como situación ni como dolor psíquico sino como síntoma- continuaba reverberando en el sujeto y conduciendo su vida en tanto quedaba encerrado en las perpetuas maniobras defensivas y evitativas del hecho psíquico traumático. La elaboración del mismo pasaba entonces,  no sólo por la comprensión de la ocurrencia y desarrollo del trauma sino por un acto mediante el cual el sujeto pudiera colocarse fuera de la órbita de identificación a la que el trauma lo había sometido. Es decir, reconocerse a sí mismo fuera del trauma. Liberar al Yo de la identificación maligna y repetitiva que se apoderaba del Yo conduciéndolo compulsivamente sin poder diferenciar las circunstancias actuales de las pasadas ni las situaciones traumáticas de las dificultades ordinarias de la existencia.

La definición del resentimiento sugiere una similitud con el trauma. Se trata, de acuerdo al diccionario, de la reactivación de una dolencia pasada, al igual que el trauma; supone un maltrato, tal como el trauma supone una lesión psíquica ocurrida en el pasado; y produce un debilitamiento, del mismo modo en que el efecto traumático incide en una suerte de disposición o prevención contra la posibilidad de que determinado evento recurra. El re-sentimiento, implica de alguna manera volver a sentir. Repetir, repasar, reverberar sobre un sufrimiento alguna vez ocurrido. El resentido sería, pues, un sujeto que parte de una herida esencial, una circunstancia o conjunto de circunstancias que culminan en una suerte de mito de origen y destino que explica las vicisitudes, los fracasos y las pérdidas comunes a la vida humana. El traumatizado tiene también un relato acerca de sí mismo en función de la herida recibida pero tiende a ser una narrativa más localizada, más circunscrita al hecho, o a la versión del hecho, y a los efectos particulares que esto ha dejado en su vida. El resentimiento, por el contrario, parece ser más abarcativo, más difuso, no especialmente determinado por una circunstancia, sino el sentimiento generalizado de que se es una persona con quien la vida está en deuda.

Lo interesante del resentido es que hace una narrativa de las condiciones negativas que funciona tanto para explicar los fracasos como para negar los éxitos. El examen objetivo –si es que tal cosa existe- de las circunstancias de su vida no resulta suficiente para comprender el síntoma. Al igual que en otras entidades clínicas nos encontramos una vez más con personas que, habiendo experimentado grandes sufrimientos en su vida, no necesariamente extraen de ellos graves conclusiones patológicas, y con frecuencia personas cuyas vidas pudiéramos decir han sido favorables no terminan de reconciliarse consigo mismas. No hay, pues, una correspondencia estricta entre el sufrimiento experimentado y el grado de patología psíquica que el sujeto desarrolla. Este es uno de los grandes hallazgos de Melanie Klein cuando explora las fantasías inconscientes infantiles y describe como, en cierto modo, actúan independientemente de las circunstancias exteriores.

Sin llegar a coincidir con la postura extrema de que todo cuanto acontece en el mundo interno del sujeto es producto del juego de pulsiones –pulsión de muerte y pulsión de vida- es, sin duda, muy fácil observar que no hay manera de establecer con precisión el desarrollo psíquico de un adulto a partir de las circunstancias de la infancia, ya que a partir de las condiciones en que se forma un sujeto se abren caminos imprevisibles, para bien o para mal. De la manera en que cada sujeto logra articular lo favorable y desfavorable de su vida, del modo en que las circunstancias se signifiquen inconscientemente, obtendremos diferentes resultados. Siempre podremos volver a la historia infantil, o a los acontecimientos del presente y encontrar en ellos el núcleo de la estructura inconsciente, pero muy pocas veces estaremos en condiciones de predecir el resultado. Algo intangible ocurre en la estructuración psíquica que puede cambiar radicalmente el destino de una persona. Cuando analizamos, es decir, volvemos la vista atrás, podemos localizar esa intangibilidad, o al menos inferirla. La presencia de una figura protectora, o por el contrario, dañina; la posibilidad de darle un sentido diferente a una circunstancia a través de una lectura o de una situación ocurrida; un cambio, una novedad en la situación patologizante, cualquier accidente puede ser transformador de acuerdo a la internalización que en ese momento se produzca en el sujeto. Una figura dañina puede pasar lateralmente en el desarrollo de un niño, o al contrario, constituirse en una fuente de identificaciones negativas; de la misma manera, una figura protectora puede no ser lo suficientemente internalizada perdiéndose así los beneficios de su identificación. Es decir que cuando nos enfrentamos a un ser resentido debemos, como decía Freud, desconfiar de los neuróticos. No necesariamente han sido personas maltratadas por la sociedad o por la vida, pero puede también que así haya ocurrido. Lo que interesa al psicoanalista es comprender por qué del maltrato, en el caso de haberlo, se derivó el resentimiento y no otra alternativa, o por qué no existiendo el maltrato la persona lo cree. Y aún más, qué es el maltrato.

El resentido se siente maltratado por la sociedad o por la vida en general. Esto lo diferencia del traumatizado quien, como se dijo anteriormente, localiza muy precisamente el daño. En algún momento de su vida ocurrió un acontecimiento que marcó su existencia, un suceso concreto, con frecuencia datable, que lo diferencia de los otros. La muerte o abandono de una figura parental, una enfermedad, la exposición a la violencia, un fracaso narcisista; el repertorio es tan amplio como queramos extenderlo pero, en general, la persona que sufre de un trauma tiene un relato construido acerca de las circunstancias que lo hicieron “diferente”, y marcaron un sufrimiento particular, que tiene además la característica de ser un hecho inevitable, algo fuera de su control, y que, por lo tanto, irrumpe en el aparato psíquico sin que los mecanismos organizativos puedan someterlo. Ésta es precisamente la causa de que el acontecimiento se convierta en trauma, el desbordamiento de la angustia en un momento dado más allá de las posibilidades del Yo (Freud, 1915-16, p. 275). El traumatizado no se siente maltratado “en general”: es una circunstancia, una persona, la culpable de su sufrimiento. El traumatizado responde con dolor y con temor ante la vida -dolor por lo ocurrido y constante temor a la repetición-, por lo que eventualmente desarrolla una actitud de odio y venganza contra el objeto agresor. Así, por ejemplo, recuerdo a una persona que traté hace tiempo psicoanalíticamente y que había sido dejada por los padres sin que mediara una explicación a su larga ausencia. Esto generaba una actitud de temor ante los compromisos sentimentales que eran evitados ya que prefería relaciones sexuales sin afecto, que le permitieran vivir sin el temor al abandono; sin embargo, en su vida de trabajo y de relaciones amistosas funcionaba adecuadamente, sin sentir amenazas o prevenciones. No se consideraba una persona desgraciada o maltratada por la vida sino alguien a quien sus padres habían herido, lo que pudo durante el tratamiento relacionar con la evitación de las relaciones amorosas que cortaba tan pronto sospechaba que se estaba enamorando. “Cortar” era una palabra importante porque la ausencia de los padres había sido sentida como un corte, una herida (Torres, 1992, 81).

El resentido, si atendemos a la conseja popular, es alguien sin culpable definido. Es más bien un sentimiento generalizado de ser tratado injustamente por el mundo (la vida, la sociedad); un premio que merecía no le fue dado, un castigo inmerecido le fue infligido. ¿Cuándo, cómo, por qué? Una rabia flotante lo caracteriza, y precisamente por no poder localizarla puede anudarse de las formas más arbitrarias. El resentimiento, paradójicamente, puede presentarse, y con frecuencia es así, cuando la vida es favorable. Es como si la presencia de lo bueno recordara la de lo malo. Como si lo obtenido fuera el testimonio de lo perdido. Tendríamos entonces que comentar algunas de las emociones que lo acompañan: la envidia, los celos y su correlato, la venganza.

La envidia es la emoción más primitiva del ser humano; de acuerdo con Klein (1932) se establece desde el inicio de la vida, cuando el infante envidia el pecho bueno que lo alimenta. Necesitándolo siente tanta voracidad por el objeto que, a la vez, experimenta el odio por aquello que no tiene y que pertenece al objeto. Su odio lo lleva a querer destruirlo, pero, al mismo tiempo, destruirlo es destruirse a sí mismo. Internaliza este odio, esta emoción que consiste en querer destruir lo que desea y no tiene, porque pertenece a otro, y más es la envidia cuanto mayor sea la necesidad de aquello bueno que posee el objeto. La envidia se consuela en que el otro no tenga aquello que yo deseo, bien sea porque lo pierde o porque yo se lo arrebato y destruyo. Llevada al extremo es una emoción homicida. Pero también una emoción suicida porque el Yo se vacía por la envidia; ocupado en envidiar (así sea la destrucción del objeto en la fantasía) no puede construir, y por lo tanto el sujeto se empobrece, y más aún envidia cerrando un círculo vicioso perpetuo. Por otra parte, el deseo de muerte sobre el objeto envidiado lo destruye en la fantasía (eventualmente en la realidad) y más lo vacía para el sujeto, aumentando así la voracidad. El antídoto es la admiración. El sujeto reconoce su amor y necesidad por el objeto y lo entroniza en la idealización, a la que sigue la aspiración de querer ser tan bueno como el objeto para así poseerlo internamente.

Los celos son también una emoción primitiva pero suponen la triangularidad, es decir lo que en psicoanálisis indica la instauración de la situación edípica. Lo que yo no tengo no lo he perdido por mi propia envidia destructora sino porque otro me lo ha arrebatado. Otro tiene el objeto de mi necesidad o mi deseo, y el odio se dirige más hacia el objeto culpable que hacia el objeto perdido. Radicalizada esta emoción es también una amenaza pero la triangularidad marca el camino hacia la rivalidad, la lucha por ser mejor que aquel que me depriva de lo que amo. La competencia y la afirmación de la individualidad son las resoluciones de este conflicto.

Como puede comprenderse estas emociones presentes en todos los seres humanos se entreveran en el desarrollo del sujeto en distintas cantidades y modalidades y dan origen a desarrollos completamente diferentes. Si bien Klein (1940) da un peso mayor a la pulsión de muerte en el resultado final no desestima lo que otras escuelas psicoanalíticas han destacado más, a saber la acción de las figuras parentales reales como moderadoras de los componentes patologizantes. Pero volvamos al resentimiento.

Se hace obvio suponer que si alguien piensa que ha sido maltratado por la vida en general o por la sociedad vive invadido por emociones cercanas a la envidia y los celos por aquellos que han sido bien tratados, y consecuentemente la acción de la venganza estará presente como modo de resarcir lo sufrido. Nos preguntaríamos, entonces, si todo resentido ha sido efectivamente una persona maltratada, y como la experiencia no parece indicarlo, por qué ocurre. El resentido, cuando algo malo le sucede, reafirma su creencia y cuando se trata de algo bueno tiene dificultades para aceptarlo. Probablemente la envidia es tan intensa que lo bueno recibido es siempre inferior a lo deseado, por lo tanto, lejos de encontrar satisfacción aumenta su sentimiento de carencia. Lo bueno pasa a ser “menos bueno” en comparación con lo que el otro tiene. De este modo el resentimiento no disminuye con las experiencias positivas, por el contrario, pudiera aumentar. El resentido puede ser más peligroso cuando le va bien que cuando le va mal. Uno de los tipos de resentimiento más conocido es el que el habla popular denomina “resentido social” para referirse no a quien es pobre sino, por el contrario, a quien ha dejado de serlo pero no ha logrado cumplir sus metas, tales como más riqueza o más prestigio. Lo adquirido recuerda la carencia y en ese sentido aumenta el resentimiento. El resentido, por lo general, desconoce las carencias de los demás, o los esfuerzos desarrollados para obtener los logros, y por lo tanto, resiente los propios esfuerzos. El mundo se presenta al resentido como una gran madre injusta que favoreció a unos hijos en contra de otros. Y ciertamente la vida no es equitativa. El problema es que no es una gran madre injusta quien las determina sino un complejo conjunto de circunstancias. Pero el resentido odia a esta gran madre injusta, y odia a quienes, en su entender, recibieron mejores dones –percibidos como regalos-, y se odia a sí mismo por no tenerlos, y odia lo que adquiere porque siempre será menos o peor que lo poseído por otros. Lo que los demás logran no tiene nunca una relación con sus propias cualidades y las acciones emprendidas para adquirirlo, y lo que no obtiene tampoco está vinculado con sus propias limitaciones. Es la gran madre (la sociedad, la vida) quien así lo ha dispuesto. ¿Quién es la gran madre? Para una psicoanalista evidentemente es el objeto materno interno. Pero cabrían algunas diferenciaciones. La “sociedad” o la “vida” son objetos genéricos, lejanos, abstractos. El resentido ha, pues, desplazado hacia ellos elementos propios de su vida inconsciente.

Hagamos aquí una elipse para acudir a un pensador desde otros terrenos. Miguel Ángel Campos (2005, p. 38) acota una particularidad del discurso social venezolano que define como la “angelización de las masas” y su correspondiente victimización por parte de las elites.

Desgajado de aquello que él mismo ha modelado, el venezolano de los enfoques oportunistas, tanto de la política demagógica como de una intelectualidad dada al halago de la estructura de poder, aparece eximido de responsabilidades, heredero impávido no debe sino tomar discrecionalmente un haber del que no se siente factor. Hoy parece ser el día central de ese vicio cuando asistimos a la entronización del pueblo como sujeto pasivo mediante la afirmación de su condición de víctima; se le exalta como el portador de una nobleza que está más allá del bien y del mal, y se le enseña que su caída reside en la mera explicación, que todo se reduce a la mala fe de las clases dirigentes.

La introducción de la sociedad en este asunto nos recuerda que las personas no estamos sometidas únicamente a la vida privada, familiar, al discurso materno o paterno, sino que somos también sujetos en y del discurso social. Pertenecemos a una narrativa más amplia que nos da un lugar frente a nosotros mismos y frente a los demás en un espacio mayor tal como la sociedad, la historia, el país. Esa “gran madre”, entonces, no se reduce a un elemento de nuestras relaciones de objeto –el pequeño otro para Lacan- sino a la internalización del gran Otro, el lenguaje que nos habla y nos define. La gran madre habla y define cómo son sus hijos, explica su condición, nombra sus lugares. Ese discurso compuesto de historia, de política, de coyunturas sociales y económicas, vendría siendo el imaginario social. La gran madre injusta puede ser también el símbolo de la patria.

Los venezolanos serían así víctimas de una historia en la que alguien tiene la culpa de sus desgracias y va mudando el rostro de acuerdo al tiempo: la colonia, la opresión, el imperialismo, el petróleo, la oligarquía. El “pueblo” queda así definido como víctima de los indicadores abstractos de la maldad y la injusticia. Esta construcción imaginaria se constituye en un obstáculo para pensar la equidad social desde una perspectiva racional y eficiente que se proponga políticas públicas para el mejoramiento en la calidad de vida de las personas y en la generación de oportunidades para quienes provienen de familias signadas por la carencia material y cultural. El discurso de la victimización/satanización proporciona beneficios psicológicos inmediatos en tanto brinda una interpretación según la cual nadie es demasiado responsable de lo que le ocurre, ya que la víctima siempre es inocente, y tiene, además, alguien a quien culpar; pero al mismo tiempo, el daño es también evidente. La victimización infantiliza, impotentiza, aleja al sujeto de sus propios recursos, de su propia capacidad de lucha. Una gran madre injusta es la culpable y solamente otra gran madre justiciera podría salvarlo. El valor de la afirmación individual queda así por completo erosionado. El ciudadano debe asumirse como hijo de la madre buena que vencerá a la madre mala para cambiar su condición de víctima.

Existe una diferencia importante entre tener conciencia de las condiciones adversas en que nos coloca la vida o la sociedad -y pugnar porque esas condiciones sean otras- y “sentirse” una víctima de las mismas. En el primer caso hay un individuo que establece sus carencias y sus luchas; en el segundo un “ángel” maltratado e impotente que espera su oportunidad de venganza, por su propia mano o por la de otro más poderoso. El sentimiento pasa y repasa, vuelve y redobla, lastimando de nuevo. Es re-sentimiento. Es experimentar de nuevo lo mismo. La aflicción por lo triste y doloroso se reitera en el discurso del Otro, se extiende genéricamente a los hitos de la historia. Vuelve sobre sí misma como una permanente leyenda que nos narra, cuyo origen conocemos, así como su desenlace. La víctima se recrea en la narrativa de las desgracias. Se recrea porque obtiene un goce masoquista del relato, y se re-crea porque una y otra vez vuelve a identificarse con la víctima, si es que acaso hubiera olvidado su condición. La victimización ensalza a la víctima porque la víctima es buena y el victimario es malo. Confiere un desahogo, una justificación. Se convierte de explicación sociológica o histórica en fábula moral. Quien sufre es bueno, sólo los malos son felices. La pobreza, la desgracia, las calamidades pueden transformarse en una ética de la bondad; el éxito, la felicidad, el logro en categorías de la malignidad. El resentido encuentra así un descanso a sus aflicciones porque ese maltrato del que ha sido objeto lo convierte en héroe. Una cierta resonancia religiosa, por supuesto, no es ajena a esta noción. Bienaventurados los que sufren porque de ellos será el Reino de los Cielos.

Otro tema muy sugerente es el del igualitarismo. “Todos somos competentes, yo tengo el mismo derecho”, ironiza Campos (2005, p. 76). La confusión entre igualdad e igualitarismo, es decir, entre la equidad ciudadana ante la ley y el derecho a la equiparación, sin importar la competencia, es probablemente un sentimiento muy venezolano. Se confunde así la valoración y calidad del individuo de acuerdo a sus competencias adquiridas con los derechos ciudadanos, o incluso los derechos humanos. De este modo la superación personal que logran algunos individuos es rebajada o nivelada a la de todos. Cualquier superioridad lograda en algún campo de la acción humana adquiere el carácter de elitista, y por lo tanto es sospechosa de despojo. Agrega Campos:

Si para los doctores el Estado era el botín, para las masas lo será la sociedad misma, espacio informe donde cada quien toma lo que puede y la herencia común termina en el muladar.

En tanto el resentido ve la vida en términos de regalos y despojos, toda cualidad, posición, conocimiento, éxito logrados en la afirmación individual quedan de ese modo nivelados: nadie puede ser mejor porque sería desigual. Por lo tanto, la constante comprobación de lo obtenido por otros, es para el resentido un volver a pasar por sus propias carencias o limitaciones. O bien las degrada, o bien acusa al otro de haberlo despojado. Así como el traumatizado acepta su identidad de tal y no quiere romper el cerco para enfrentarse con las novedades que le traiga la vida, prefiriendo la marcha cíclica del trauma y el miedo a su repetición, el resentido está atento a desechar lo que de bueno haya tenido o tenga en el presente su vida. Perdería la condición de víctima, y quedaría expuesto a medirse con sus propios recursos frente a otros, que a su vez perderían la condición de victimarios. Es al fin y al cabo más consolador pensar que somos hijos de una gran madre injusta que considerarnos capaces de fracasar por nuestra propia cuenta.

Referencias bibliográficas

CAMPOS, Miguel Angel (2005). La fe de los traidores. Mérida: Instituto de Investigaciones Literarias “Gonzalo Picón Febres”. Universidad de Los Andes.

FREUD, Sigmund (1916-17). Conferencia 18. The Standard Edition: XVI. London: The Hogarth Press, 1974.

KLEIN, Melanie (1932). Primeros estadíos del conflicto de Edipo y de la formación del Superyo en Psicoanálisis de niños. Buenos Aires: Hormé, 1964.

KLEIN, Melanie (1940). El duelo y su relación con los estados maníacodepresivos en Contribuciones al psicoanálisis. Buenos Aires: Hormé, 1964.

TORRES, Ana Teresa (1992). Elegir la neurosis. 2ª edición. Caracas: Colección Fondo Editorial Sociedad Psicoanalítica de Caracas, 2002.

Resumen

La autora explora las raíces del resentimiento como síntoma psíquico para compararlo con el trauma desde el punto de vista del psicoanálisis y desde algunos aportes del pensamiento sociológico venezolano contemporáneo para relacionarlo con un tipo de imaginario social.

Reseña biográfica

Ana Teresa Torres es Licenciada en Psicología por la Universidad Católica Andrés Bello y psicoanalista. Ha sido profesora de psicología clínica en la Universidad Central de Venezuela y directora de la revista Trópicos de la Sociedad Psicoanalítica de Caracas Ha publicado los siguientes libros: Elegir la neurosis (1992), El amor como síntoma (1993) y Territorios eróticos (1998). Es también autora de varias novelas y libros de relatos.