El privilegio de la escritura es su posibilidad de ir al pasado y regresar libremente: si el escritor toma conciencia de que el olvido del pasado significa la limitación de su existencia y la Muerte de una zona de su ser, entonces recupera el pasado y lo desvela.
Milagros Mata Gil
Concibo la novela como una combinación de memoria y ficción que constituyen su materia; combinación que creo se estructura dentro de un cierto azar, de un cierto encuentro del escritor con el lenguaje que tiene algo de cita a ciegas. Entiendo por memoria la recuperación fragmentaria de acontecimientos, situaciones, circunstancias, personas, espacios, experiencias, en los que nos detenemos porque algo nuestro se detuvo allí. Es decir, de las infinitas posibilidades de la recuperación, elegimos aquellas que contienen una desarticulación traumática para nuestra identidad en el intento de restaurarla. Dicho de otro modo, la memoria no es una vuelta al lugar o tiempo donde un evento ocurrió con la finalidad de recuperarlo en el presente ya que del pasado sólo pueden quedar los testimonios, y en el caso del lenguaje el testimonio de lo pasado es, precisa y únicamente, lenguaje. Lo pasado queda testimoniado a través del discurso que nos envuelve; es decir, que las memorias que yo tengo de mi infancia no son las mismas que tenía hace veinte años, porque el discurso acerca de mi infancia ha variado. Esto hace de la memoria un lugar inseguro pero muy transitable desde el punto de vista literario.
La recuperación no devuelve al objeto perdido sino al sujeto de la pérdida. Dicho de otro modo, no a la imagen sino al ojo; no a la voz sino al oído; no al escenario sino al protagonista. Se desprende de todo esto que la permanencia de la identidad es una ilusión y que lo único que nos da una cierta consistencia es la conciencia de sabernos atrapados en un discurso acerca de nosotros mismos, del cual somos sujeto y objeto. Hablante y hablado. Más que, “pienso luego existo”, el sujeto contemporáneo puede decir, “soy hablado, luego existo”. Esta recreación en el discurso constituye el intento de restauración de aquello que quedó desarticulado.
La ficción la entiendo como la construcción de una red simbólica mediante la cual el sujeto de la escritura atrapa los objetos perdidos de la memoria, encontrados en la cadena significante de un modo azaroso, con el propósito de conferirles un estatuto de realidad en el lenguaje. El hecho de que las circunstancias que se relaten no hayan sucedido en forma fehaciente y no tengan un registro mnémico concreto supone un acto de creación pero lo representado tiene un origen, fuentes que no son otras que la propia memoria, entendida como interpretación de la experiencia y no como archivo de verificaciones. Representación verosímil o no, de acuerdo a la elección del escritor. En el lenguaje los personajes y sus relatos adquieren un peso mayor que el que tienen las personas y sus vidas. El lenguaje asegura una mayor consistencia que la fugacidad de la existencia. Eso, al menos, cree un escritor. De todos modos, la memoria, como dije antes, no es un hecho de comprobación. Puede, por supuesto, rescatar circunstancias verídicas pero es, fundamentalmente, un discurso acerca de esas circunstancias. Es también un tipo de ficción con la que soportamos el vacío de lo real. Los enlaces entre un territorio y otro son, pues, de difícil separación. ¿Cuánto hay de “verdad” como verificable en la reconstrucción de la memoria? ¿Cuánto hay de “ficción” como inexistente en la invención? Lo más que puedo decir acerca de mí misma es que en el texto hay elementos cuyo origen podría localizar, y decir hasta dónde tal personaje existió, hasta dónde le di unas circunstancias que “inventé”. A lo mejor, cuando creo estar recordando, estoy inventando, y cuando creo estar inventando, estoy recuperando una vivencia olvidada.
Una vez que algo ha ocurrido comienza de inmediato un proceso de desmemoria, de desvanecimiento, y simultáneamente un proceso de memorialización. Anoto esta proposición que debo a Yolanda Salas, investigadora de los procesos de la historia oral tradicional en Venezuela, con quien he tenido el privilegio de reflexionar en torno al tema de la memorialización. Salas[1] distingue dos campos fundamentales: la historia escrita oficial y la historia oral tradicional, discursos de la memoria que se diferencian en cuanto al sujeto, el objeto y la estrategia del recuerdo. Mi interés se dirige hacia otro campo posible del discurso de la memoria que es el de la narrativa literaria en el cual se entremezclan distintos territorios, desde la autobiografía y la biografía familiar del escritor hasta su percepción como actor social, como instancia del proceso histórico que le ha tocado vivir, y como receptor de la historia oficial y tradicional que lo envuelve.
Es bastante evidente el terror del olvido que en todas las sociedades lleva a la consignación y registro de su existencia, pero más allá de esa generalización, vuelvo la mirada hacia la literatura venezolana y encuentro la necesidad de diferenciar los procesos históricos que de alguna manera aparecen en ella registrados. El tema de la amnesia producida por el exilio, las torturas y la censura, es decir, las marcas de la represión política dictatorial es muy significativo en la literatura latinoamericana de las últimas décadas, pero, a diferencia de muchos otros países de América Latina, Venezuela ha vivido desde 1958 un régimen democrático, al menos formal. No hemos sufrido recientes procesos dictatoriales, cortes en la continuidad histórica, ese “volvamos a empezar que aquí no ha pasado nada”, propio del terrorismo de Estado. Por otra parte, la última dictadura, la del general Marcos Pérez Jiménez, entre 1948 y 1958, tampoco puede considerarse un corte del hilo histórico, sino más bien lo contrario, una continuidad del caudillismo decimonónico.
La dictadura perezjimenista no impuso una amnesia contra una democracia anterior, puesto que no la había. No se propuso olvidar lo pasado y volver a empezar, pues de hecho el pasado ofrecía más bien dictaduras, generalatos, tutelas militares. Se propuso continuar las ideas nacionalistas, no muy distantes del positivismo “modernizador” del siglo XIX, con el lema del “Nuevo Ideal Nacional”. Hubo, por supuesto, una oposición política, especialmente de Acción Democrática y del Partido Comunista, y a esta oposición se fue gradualmente uniendo la de las fuerzas económicas y la Iglesia Católica, que finalmente, en 1957 se aliaron para destronar al dictador por considerarlo incómodo a los intereses económicos de la burguesía. Hubo, desde luego, torturas, cárceles, represión popular, exilios, pero no puede hablarse de una militarización de la vida civil, y la finalización del período dictatorial no dejó un saldo de amnesia, o de ruptura del país. Por el contrario, el fin de la dictadura se consideró el gran momento de unidad nacional en la que todos los partidos y todas las clases sociales coincidían, incluyendo al propio Ejército, quien es, finalmente, el que le dio el golpe de gracia al régimen. A diferencia de otros países donde los gobiernos han querido borrar la tragedia nacional ocurrida durante la dictadura, en Venezuela los gobiernos subsiguientes, que han sido los primeros gobiernos democráticos, han por el contrario insistido en la memoria de la dictadura, en la exaltación de sus horrores, y del heroísmo popular contra ellos, uniéndolos en el imaginario de la identidad nacional a la larga dictadura histórica de Juan Vicente Gómez (1908-1935) con la que puede haber similitudes, pero desde luego también importantes diferencias por tratarse de períodos y regímenes muy distintos.
Al señalar estas referencias quiero enfatizar que los procesos venezolanos contemporáneos difieren bastante de otros casos latinoamericanos y que, por consiguiente, los procesos de desmemorialización y rememorialización son también diversos. No hay un corte profundo, una amnesia totalizante sobre un determinado momento histórico, no hay un país que de pronto se ve roto en dos, y que por lo tanto, se ve obligado a olvidar una de esas mitades. Hay, más bien, una memoria perforada, un telón sobre el que se van abriendo huecos que van erosionando el territorio simbólico, desarticulaciones de las identidades y pérdidas territoriales de las identidades que traumatizan la memoria, perforaciones que se van produciendo en parte por las ideologías dominantes, y en parte por el hecho del petróleo que también marca a la sociedad venezolana de un modo peculiar en relación a los otros países de la región, imprimiendo un ritmo velocísimo en la dinámica socioeconómica.
En el desvanecimiento de lo ocurrido es indispensable mencionar la peculiar narrativa de los medios de comunicación que son, sin duda, quienes tienen el poder de “contar”, de hacer discurso acerca de lo que ocurre. Narraré brevemente mi propio recuerdo acerca de un hecho de violencia ocurrido unos meses atrás. En una cafetería, situada en una calle céntrica y peatonal, irrumpen unos asaltantes. La policía interviene y una agente resulta asesinada por los asaltantes. Por falta de recursos de los organismos policiales, esta mujer policía no llevaba chaleco antibalas. Los otros agentes logran capturar a los asaltantes y los meten dentro de la camioneta policial. Cuando llegan a su destino los asaltantes están muertos. Este tipo de linchamiento, de justicia ejercida por la propia mano, es un hecho frecuente en los últimos años y motivo de debate en la prensa.
El hecho recibe una cobertura televisiva total. El televidente es de alguna manera el espectador de un reality show en el que presencia una película de ladrones y policías. Vemos los cadáveres, y después las entrevistas a los familiares de ambos bandos: los de la mujer policía muerta y los de los asaltantes. A continuación la periodista da un conmovido pésame a la familia de la mujer policía muerta. Acto seguido, en un tono ligero y grato, nos anuncia que “vamos a comerciales”. Regresamos de los comerciales, y un panel de expertos comenta el horror de lo ocurrido y da distintas hipótesis acerca de la violencia creciente. Tenemos nuevas imágenes de los cadáveres de los asaltantes, muertos por la policía en la patrulla, el rostro de la mujer policía, y de nuevo la periodista invita a los televidentes para el día siguiente en que “sí vamos a tener un programa que es una fiesta ya que viene un programa cheverísimo para toda la familia”.
En resumen, las noticias se han dado, hay libertad de expresión, la televisión no ha tomado partido, nos muestra la objetividad de la noticia, su asepsia. Hasta le damos el pésame a la madre de la víctima, a través de nuestra locutora, pero por ahora, vamos a comerciales, y mañana, gran fiesta para la familia.
No estoy segura de si este breve ejemplo es lo suficientemente expresivo de cómo un hecho es simultáneamente reseñado y borrado, pero personalmente me resulta ilustrativo del desvanecimiento veloz en el cual los venezolanos nos hemos acostumbrado a convivir desde hace muchos años. No hay en nuestro caso dictadores que borran de nuestro recuerdo las circunstancias sino una vertiginosa manera de presentarse y ocultarse los hechos que hace que cuando, por dar otro ejemplo, un político sale de la cárcel, las muestras de júbilo y de aclamación televisiva son tales, que no es posible ya distinguir si es un héroe que retorna de un bochornoso castigo o si los procedimientos de justicia actuaron en conformidad a las leyes. No es amnesia lo que queda, sino un acontecimiento vacío, semánticamente perforado. Por ello, la escritura, como uno de los posibles escenarios en los que se plantea la recuperación de la memoria, no ha procedido en la narrativa contemporánea por la vía de la denuncia, o de la presentación de hechos específicos. Ha seguido más bien un trabajo de tela de araña, de pequeña excavación, de recuerdos mínimos -falsos o ciertos- de representaciones de época o personajes -históricos o ficcionales-, de reflexión interiorizada de lo que fue, o de lo que pudo ser. El novelista recoge esta angustia de desarticulación, es un testimoniante que quiere dejar evidencia del vestigio, de lo inmediato que ya se va a perder o de lo lejano que ya se perdió. Este sesgo de la novelística que me parece puede rastrearse en autores de generaciones pasadas como José Rafael Pocaterra, Teresa de la Parra, Enrique Bernardo Nuñez, Miguel Otero Silva, se mantiene y profundiza en los años siguientes de los que no puedo hacer un itinerario más detallado en esta oportunidad y me limitaré a desarrollar algunos temas de mi experiencia personal y de otros autores que considero afines en cuanto a esta temática de la recuperación. Temática que, por cierto, es muy variable ya que como señalé anteriormente no hay un momento específico que el escritor quiera recuperar; es su biografía, su historia, aquellas desarticulaciones que lo marcaron, lo que aparecerá en sus novelas, y de esa manera considero que se explica la variedad temática y de tratamiento formal que tipifica a la literatura venezolana actual.
Citando de nuevo a Mata Gil,
Hay en esta concepción de la idea de escritura un deseo de salvar lo que consideras es tuyo: lo que te da pertenencia. Tal es tu privilegio: a sabiendas de que la supervivencia es algo cada vez más frágil, tú te comprometes con el deseo de retener los pre-textos de la vida, transfigurados en escritura.[2]
En su segunda novela, Memorias de una antigua primavera [3], distinguida con el Premio Miguel Otero Silva 1989, la autora toma como eje central del relato el nacimiento, auge y declinación de un pueblo petrolero en los Llanos orientales venezolanos, temática ya tratada en Oficina No 1 del mismo Otero Silva. La acción de la novela de Mata Gil transcurre a lo largo de cincuenta años, desde 1933, cuando hipotéticamente se establece la fundación de Santa María del Mar, nombre ficticio del pueblo, hasta 1983, año en que se celebra su cincuentenario. Es decir, sitúa el contexto histórico a partir de la dictadura de Juan Vicente Gómez y el inicio del auge petrolero y culmina en el año en que comenzó la crisis de la deuda externa, dando fin al breve período de bonanza petrolera que marcó los años setenta.
Se trata, pues, de una saga fundacional basada en nuestro más importante asiento económico que ha modelado y transformado a la sociedad venezolana contemporánea. Es un relato estructurado polifónicamente con el uso de intertextos de muy distintos personajes, desde las voces anónimas, hasta artículos periodísticos, descripciones fotográficas.
De este modo se va narrando la historia del pueblo, y aludiendo a la promesa y fracaso de sus aspiraciones, estableciéndose así no sólo lo ocurrido en ese lugar concreto, sino también lo que podría considerarse una señalización que comprende el país entero.
Ignoran voluntariamente que quienes representan su esperanza son máquinas encerradas en secretos lugares, y que los hombres han muerto. Esperan el chorro que les devuelva la época dorada, las compras desaforadas, las noches alegres, las facilidades para el rebusque y la aventura. Nos rinden homenaje porque sobrevivimos a un tiempo, a una historia, y nuestra sobrevivencia, de alguna manera, garantiza la suya. Eso creen. Pero nada volverá. Esta es una ciudad sin huesos: una ciudad blanda e inarticulada, navegando en un charco de aceite.[4]
El episodio central es la celebración del aniversario donde se pone de manifiesto con mayor énfasis esa característica de la realidad política venezolana, según la cual la democracia ha estado siempre atenta a producir celebraciones del progreso y desarrollo del país, mientras oculta los constantes atentados a los derechos de sus ciudadanos. Esta trampa de la memoria, este vacío que lleva a recordar el fatuo momento y a olvidar todo lo despojado, es lo que produce la cólera amarga de la inutilidad y la impotencia. El tema está tratado desde la sátira abierta hacia todas las instituciones que van participado en esa estafa política, incluyendo a los intelectuales y a los sindicatos. Un detalle muy significativo es que esta celebración se ve de pronto interrumpida por voces que reclaman sus necesidades perentorias: trabajo, hospitales, viviendas, escuelas, agua, las cuales son rápidamente reprimidas sin que se altere la fiesta. La libertad de expresión y manifestación es permitida, pero a la vez es inocua. La aparición de estas voces anónimas reivindicando sus derechos es sumamente importante de destacar. En el proceso de desmemorialización, Yolanda Salas considera como un hueco fundamental de la memoria, como una desarticulación esencial del territorio de la identidad, la invisibilidad de las masas, su reducción al concepto de “pueblo”, como entidad amorfa y anónima que se traduce en una borradura del sujeto como susceptible de poseer nombre, propiedad y protagonismo en la producción de la historia. Esto es, a mi modo de ver, lo que Mata Gil considera suyo, lo que rescata como su pertenencia en esta novela, lo que intenta restaurar del olvido. Es relatar no las grandes pirámides de lo que se llamó la Venezuela faraónica sino el trabajo, el esfuerzo, las vidas que se fueron dejando en los pozos petroleros, y de cuyo fruto se benefician siempre otros.
La Compañía nos hizo: nos procreó para el dolor, la riqueza efímera, el gozo deslumbrante, el hambre y el desastre, la opresión, el llanto y el destierro. Me pregunto: ¿por qué avenirse a festejar aniversarios que no existen? ¿por qué la Compañía transige en participar en este juego de sombras? ¿por qué los señores emiten con sus gestos, sus frases y sus guiños, veladas promesas que jamás cumplirán?…Los señores mienten para vernos sonreír, y reciben de nuestras manos, con agradables sonrisas nuestros humildes abalorios. Los señores ríen a carcajada batiente detrás de las cerradas puertas de sus habitaciones lujosas y sus oficinas…Los políticos presidirán mañana la mesa del banquete, repartiendo en bandeja condecoraciones a diestra y siniestra. Cuántos ojos de cólera nos estarán mirando. Se hará la fiesta y al día siguiente sólo quedarán rastros. Los que faltamos por morir habremos muerto. Nuestros nombres aparecerán grabados, junto con el de otros difuntos cuyo recuerdo permanece en el Obelisco de concreto con el cual algún burócrata afortunado aumentó su patrimonio.[5]
Finalmente el narrador, una voz también anónima, se sitúa como testigo comprometido con el destino de restaurar para otros lo perdido:
te preguntas si entre tanto desastre y tantos mitos conservados cuidadosamente, no serás tú el último vestigio de una raza extinguida para siempre, te preguntas si no será tu deber, ése que anhelabas, el de conservar lo visto, el de reconstruir lo vivido… Quieres construir una ciudad sobre las ruinas de otra, y te das cuenta de que sólo tienes palabras y recuerdos.[6]
La novela busca precisamente reapropiar al sujeto protagonista de la epopeya petrolera y darle presencia, voz y nombre:
El sueño de ver mundos nuevos, de forjar con mis manos un pueblo, no fue más que eso: un sueño. No tuve la fuerza para encender la semilla, para eternizar en la roca mi linaje….Y yo, sin nombre, busco los vestigios y las huellas de un pasado que no existe y que quizá nunca existió, ahora oculto en la matriz del agua después de haber devorado los objetos. Afuera, las plantas se estremecen.[7]
a la vez que explora cómo es ese recuerdo de lo inexistente, cómo es ese retorno a un pasado que “quizá nunca existió”. Milagros Mata Gil explora, explica, expone la peculiar forma de nostalgia venezolana: el dolor por un pasado inexistente, siempre desvanecido.
Paso ahora a hablar de Carlos Noguera, autor de las novelas Historias de la calle Lincoln, Inventando los días, Juegos bajo la luna, que incluyendo la última aún inédita, “La flor escrita”, podrían ser leídas como una tetralogía. Me extenderé sobre la última publicada,[8] ganadora del II Premio de Novela Mariano Picón-Salas en 1993, en la cual el autor retoma una temática ya desarrollada en sus obras anteriores y que tiene como personajes a los jóvenes de la clase media caraqueña, los jóvenes de ese período que cabalgó entre los últimos años del perezjimenismo y la década contestataria de los sesenta. Una lectura contrastada con cualquier otra novela de temática juvenil arroja una comparación bastante clara: los jóvenes de Noguera son jóvenes con futuro, con proyecto, con esperanza, muy diferentes a los que podrían describir narradores como Ricardo Azuaje o Israel Centeno, escritores de las últimas generaciones, cuyas vidas parecen ser un puro presente más o menos detenido y vacío. No es extraño. Noguera restaura una manera de ver el mundo, de acercarse a la vida, al crecimiento, al país, propia de su generación, una visión de rebeldía y de esperanza. Juegos bajo la luna es una novela centrada en la vida de un grupo de amigos que comparte la adolescencia y primera juventud, los amores y desengaños, los cambios políticos, los temores ante la construcción de su propio destino y los recuerdos de la infancia, los encuentros y desencuentros con sus propios padres, las primeras pérdidas, los choques con la violencia, el descubrimiento de la literatura, el cine, la filosofía, la política; es en suma un bildungsroman pero muy especial. No lo escribe el joven atormentado consigo mismo sino el hombre maduro que mira con ternura hacia atrás, hacia su propio pasado, y que restaurando su subjetividad, escribe la de su generación. Ya esto había ocurrido con su primera novela, Historias de la calle Lincoln (1971)[9] en la que los personajes eran producto de la reciente y fracasada lucha revolucionaria, los hijos de John Lennon y el Ché Guevara, pero entonces, en esa novela, quiero decir, el retrato generacional tenía una clara seña política. Había en esa novela una necesidad de testimoniar lo ocurrido, la angustia del escritor testimoniante de lo inmediato próximo a la desaparición. Ahora, es ya lo lejano desaparecido recobrado.
Por una parte, la solidez del tratamiento formal, la consistencia de un tono narrativo sostenido, el trabajo de orfebrería en la acuñación de las frases, el mantenimiento de un tempo; por otra, la fe del autor en sus propios personajes, la convicción de que son ellos y ellas los protagonistas de una vida, la certeza de quererlos narrar, describir, interiorizar como un mundo experimentado, un camino recorrido, confluyen en producir una novela que siendo ficción parece “verdad”. Memoria y ficción se combinan en ella de un modo indivisible, ésa es la ciudad que era, así eran los jóvenes que en ella juegan, y sin embargo, me detengo para dudar de mi propia afirmación: así, en esa consistencia, no transcurre la existencia. Esa es precisamente la labor de la escritura, el resultado del lenguaje en el intento de lo que a continuación transcribo en las palabras del autor:
a) La memoria sometida a los embates del tiempo y del espacio: ¿qué queda de la Polaca entre nosotros?, ¿qué de nosotros en ella?; ¿qué rasgos sobrevivirán de unos en otros con los años? b) ¿Por cuánto tiempo se sostendrá ese diálogo a distancia, tomando en cuenta que, con toda probabilidad, no volveremos a verla jamás?
Si la memoria adolece de esa fragilidad, entonces la literatura sería una falsificación con derecho…una falsificación que invadiría el lugar de la vida, al menos de la vida que fue.[10]
Esta cita expresa esta imbricación, esta superposición, en cierta forma suplantación de la literatura sobre la vida, del texto sobre el hecho. No importa mucho saber cuáles anécdotas corresponden a la biografía del autor, cuáles fueron circunstancias vividas y cuáles inventadas. Toda la novela es la biografía de su subjetividad, y la de otros, todo lo que ocurre en ella pudo ocurrir o no. Al final tenemos la impresión de que ésa era la vida que fue. El sujeto de la pérdida aparece en la recuperación. ¿Qué queda de nosotros?, parece preguntarnos el novelista. ¿Qué queda de mí? ¿En donde puedo reconocerme y distinguirme? ¿Qué hace, finalmente, el tiempo con cada uno, no sólo con las cosas, con las circunstancias sino adentro? Ese desvanecimiento del sujeto es probablemente la palabra que Noguera devuelve atinando a encontrar marcas lo suficientemente amplias como para que no sea necesario haber formado parte del grupo de jóvenes protagonistas, que se autodenominan “La Cofradía”, para reencontrarse entre ellos. No quiero olvidarme de mí, es en cierta forma el peligro que la novela combate.
Por último expondré algunas reflexiones sobre mi experiencia personal. En mi primera novela, El exilio del tiempo,[11] es evidente hasta por el mismo título que la preocupación por su paso, por las modificaciones y desapariciones que impone, era tema sustancial de la misma. Mi mirada en ese momento, pienso ahora, era la de alguien que había visto pasar las cosas y las personas, resolverse y disolverse los escenarios, y que no encontraba en la visión de lo que se presentaba sino vestigios. Esa búsqueda del vestigio, de asegurarme de que lo que constituía un mundo anterior había sucedido, y a la vez un interrogante acerca de qué y cómo habían sucedido las cosas, creo que era esencial en mi primer intento novelesco. El país había cambiado tanto, la ciudad era tan distinta, que me parece que necesitaba preguntarme no tanto por el pasado sino por su transformación. La ciudad, Caracas, es en esa novela un protagonista principal muchas veces descrito, como si en su movilidad, en la permanente transmutación de sus espacios, siempre destruidos, renovados o habitados de un modo distinto al concebido originalmente, se encontrara su característica diferencial de otras ciudades latinoamericanas, que la hace resistente a cualquier crónica de descripción fija. La ciudad, repito, creo que adquiere en la novela el carácter de símbolo de todo lo que se había transformado, incluida yo misma. No creo que pretendía retener lo pasado, creo que me conformaba con intentar comprenderlo, y comprenderlo a través de muchos otros yos, cercanos o distintos a mí, que también se habían transformado. Es una novela en la que circulan muchos personajes y que se presentan a sí mismos a través de lo que hablan.
Me detendré un momento en este asunto de la composición de los personajes en la que se imbrican memoria y ficción. Tengo la impresión de que los escucho hablar. No podría decir si es un hábito, un método adquirido a partir de mi oficio de psicoanalista, o por el contrario, si llegué a ser psicoanalista por haber desarrollado el hábito de escuchar. En todo caso, confieso que tengo desde niña la mala costumbre de escuchar conversaciones de extraños en cualquier parte, un café, el metro, la cola del cine, la sala de espera del odontólogo. Me interesa cómo habla la gente, qué dice, qué historias pueden inferirse de un fragmento de su conversación, qué hipótesis pueden derivarse. De esos fragmentos, de escenas cinematográficas, de lecturas, de vivencias propias o atribuidas, de las vivencias atribuidas a los otros, me parece que se constituye la materia ficcional de mis novelas. Me siento absolutamente incapaz de sentarme a escribir diciéndome a mí misma: “veamos, inventa algo”. Es al contrario, me siento a escribir porque una voz me está llamando y pide que la consigne. Esa voz comienza por una frase, un breve comentario, una imagen, y a partir de allí se desencadena. Me parece que alguien me está dictando; incluso de que lo que estoy escribiendo no es exactamente lo que quería escribir. El personaje se va imponiendo con su propia lógica, y de alguna manera me va creando la obligación de obedecerlo. Puede ocurrir también que un personaje produzca a otro. Por ejemplo, Eduardo, el artista protagonista de Vagas desapariciones creó a su antagonista, un viejo demente, emblema de los mitos machistas y nacionalistas a quien no puedo localizar concretamente en mi memoria.
Esta posición del escritor como escribano está muy presente en Doña Inés contra el olvido[12], cuyo personaje-narrador habla para dictarle al suyo – oficio muy importante en la América española colonial ya que la mayor parte de las personas, y desde luego, las mujeres, no sabía escribir.
En el orden de la memoria esta novela tiene un ámbito muy ambicioso. La preocupación por lo que se había transformado dentro de mi propio tiempo se extendió aquí a la historia. La trama fundamental de la novela es el litigio por una hacienda de cacao -el producto más importante del período- en el cual se enfrentan, Doña Inés, una importante terrateniente, representante de la clase dominante, y Juan del Rosario, un antiguo esclavo de la familia, ya libre, y probable hijo del esposo de Doña Inés, quien es el fundador en la ficción y en la verdad histórica del pueblo de Curiepe, población vecina de la hacienda. El núcleo de este litigio es verídico y su registro histórico comienza en el siglo XVIII y culmina a principios del siglo XX [13] ya que los sucesores de ambos contendientes lo continúan, y aun cuando en sí mismo es sólo una pequeña anécdota, me llamó poderosamente la atención porque contiene la esencia de muchas de nuestras escisiones sociales, además de que me conmovió la pasión y tenacidad con que ambos contendientes sostenían lo que consideraban sus derechos. La voz narradora fundamental es la de Doña Inés, personaje fantasma, que tiene un largo monólogo dirigido a su marido y a su esclavo, y que es interrumpido por la aparición de otros personajes secundarios que tienen sus propias historias, relacionadas con las de los personajes principales, y que van marcando el paso del tiempo y los cambios ocurridos en el país hasta 1986, cuando termina la novela.
Con respecto a la memoria historiográfica, hay en ella, por una parte, algunas anécdotas de verificación más que dudosa entrelazadas con datos verídicos, de modo que contiene una cierta investigación no sólo de los hechos sino de los usos y costumbres de la época, de la manera de vivir en la Caracas colonial, otro tanto con respecto al siglo XIX y primera parte del XX. En la novela, creo, se enlazan los dos tipos de discursos de la memoria que mencioné al principio, por un lado, el historiográfico consignado como historia oficial, y por otro, el de la historia oral tradicional, sustentados por dos personajes antagónicos: Doña Inés que asienta sus orígenes en los documentos que consignan su nombre, y que por supuesto cuenta la historia a su manera, y Ernestino, un campesino de la región, quien se hace eco de la rememorialización de la historia tradicional. Al decir de la ya citada Yolanda Salas, se inscriben así dos sagas, la saga patricia y la saga popular. Es muy significativo el hallazgo de esta investigadora con respecto a la memorialización de la historia tradicional de la población en la que tienen lugar los acontecimientos. Curiepe es el único pueblo de Venezuela cuya fundación legítima se debe a los negros, es decir, los representantes de los sectores dominados, a diferencia de todos los demás que fueron fundados por españoles, representantes de los sectores dominantes. Sin embargo, la memorialización que de ello han hecho los actuales habitantes es una reficcionalización de la historia, en la que sitúan la fundación como obra de negros cimarrones (esclavos fugados de las haciendas), lo que modifica el acto de fundación, al rechazar o ignorar la legitimidad histórica del mismo y darle un carácter de rebeldía.
Con respecto al desenlace ocurrió algo curiosísimo. Yo había previsto a una anciana contemporánea, originaria del pueblo donde suceden los acontecimientos – en cierta forma un doble de Doña Inés-, que recorría Caracas con unos documentos viejos pretendiendo reivindicar el derecho a esas tierras, y que era tratada como loca. Ocurrió que la realidad vino a superar a la ficción porque cuando estaba trabajando en alguna de las versiones de la novela, leí en el periódico una noticia en la cual el pleito por aquella tierra volvía a surgir. En 1986 los vecinos de la región reclamaron que esa tierra les pertenecía por tratarse de una propiedad del municipio y denunciaron que unos falsos dueños las estaban vendiendo para urbanizaciones turísticas. Sin ninguna duda decidí incorporar este azar a la narración, y lo aproveché para producir el desenlace de la novela. Los propietarios históricos del lugar quedaban de nuevo despojados, ahora no por los antiguos terratenientes sino por la complicidad del gobierno con modernos empresarios. También una pequeña anécdota, porque en materia de corrupción es insignificante, pero de nuevo me pareció que esa pequeña anécdota describía muy bien la traición de los ideales socialdemócratas, y era también una manera de incorporar la historia contemporánea dentro del registro ficcional.
En Vagas desapariciones[14] utilicé como memoria recuperada mi encuentro con la locura, la marginación y el maltrato de los seres fracasados, incapacitados para la competencia social; encuentro que se produjo cuando, siendo estudiante de psicología, comencé a trabajar en una clínica para pacientes psicóticos. Hoy en día es una video-tienda de modo que cualquier mal recuerdo se ha desvanecido. Estoy hablando de la época del cuestionamiento estudiantil del “establishment”, del LSD, de Timothy Leary, de Woodstock, de Marcuse, del discurso de la antipsiquiatría y la contracultura – Laing, Cooper, Basaglia- quienes me ayudaron a interpretar lo que fue el impacto existencial de sentarme frente a frente y mano a mano con las personas que la sociedad llama “locos” y ser testigo de la violencia ejercida contra ellos.
Las personas que conocí en aquella clínica quedaron en mi memoria firmemente grabadas; de modo que la mayor parte de los personajes de la novela tiene un origen real, existieron; de algunos podría recordar sus verdaderos nombres. Para relatarlos se imponía una labor de enmascaramiento, no sólo por necesidades de la ficción sino por ética profesional. En la selección tuve en cuenta la composición de un conjunto que, al igual que en las novelas anteriores, fuera significativo como cuadro social. Los dos protagonistas son un enfermero y un artista, homosexual y alcohólico.
Para reconstruir la infancia y juventud del artista desarrollé a toda escala a un personaje que apenas quedó esbozado en la primera versión de El exilio del tiempo. Así como en esa novela había introducido el discurso femenino para mostrar las limitaciones impuestas a la mujer, quería un personaje masculino que fuera la contraparte del varón privilegiado y que sufriera el repudio y la marginación. Para ello debía ser homosexual o comunista, o las dos cosas, y ese personaje, que entonces no tuvo cabida, se convirtió en protagonista en Vagas desapariciones.
Para reconstruir la biografía del enfermero utilicé elementos tomados de mi experiencia profesional posterior, en la que trabajé en varias instituciones de salud mental infantil. En esas instituciones conocí a muchos niños provenientes de las zonas marginales de Caracas con los cuales pude trazar, años después, el perfil biográfico del personaje.
Como influencia literaria, si bien en la novela se cita varias veces a Genet, pienso que es una influencia retrospectiva. En el inicio de su escritura, la novela que me había dado vueltas, el tono que yo buscaba -salvadas todas las distancias- era el de La vida del Lazarillo de Tormes. Quería rescatar la vida del pícaro, determinado por “las fortunas y las adversidades”; claro está, a la venezolana y en pleno siglo XX.
No creo que cuando escribí la primera versión tenía la misma visión de fracaso con respecto al proyecto de la sociedad venezolana pero, la novela leída ahora, es para mí una metáfora del país: una sociedad fracasada, maltratada, abusada, marginada, por el discurso falaz del poder. No sé si entonces esta metáfora estaba funcionando; creo que mi propósito en ese momento era darle espacio a las voces de aquellas personas que habían quedado dentro de mí, y de las cuales, su recreación, de alguna manera me liberaba. Hacer reconocer mi deseo de impugnar las estructuras autoritarias de los varones exitosos, poderosos, dueños de la verdad. Esa impugnación en esta novela no está a cargo de la voz femenina sino de voces masculinas, que por su condición de marginalidad económica y sexual, quedan fuera del discurso del poder.
Sin embargo, es una novela del fracaso. Para que un personaje entrara en la novela debía cumplir con la condición de ser un fracasado, y en ese sentido, se puede decir que es una novela pesimista. Pero no es del todo pesimista. Tiene un lado más optimista. Por una parte, los personajes secundarios, los hombres y mujeres que viven en la clínica, desarrollan a lo largo del relato -algunos, por lo menos- lazos de solidaridad que los llevan a compartir el sufrimiento y el aislamiento en que se encuentran. Por otra, esto ocurre, sobre todo, entre los dos protagonistas, Pepín y Eduardo, que son amigos entrañables. Hay entre ellos una amistad solidaria, sin otro beneficio ulterior, y describir una amistad de esa naturaleza me parece un gesto de esperanza por mi parte. Y más aún porque son dos personas que han nacido en polos opuestos de la sociedad. Pepín nació en cualquier barrio de Caracas, y llegó a la clínica por un azar, como resultado de una de sus muchas estrategias de supervivencia. Es, como personaje social, hijo de la democracia, y su vida ha sido un desastre, una suma de carencias, así como lo es su desenlace. Toda su existencia muestra el fracaso del discurso sociopolítico de la democracia venezolana. Ustedes dirán, ¿y qué es lo esperanzador de todo esto? Lo esperanzador es que el personaje que él quiso ser -porque de alguna manera los personajes se imponen al autor, mucho más de lo que el autor cree- nunca pierde la esperanza. El no quiere ser un delincuente, ni quiere ser violento, ni vengativo, aunque termine siéndolo porque, al fin y al cabo, la novela no es un cuento de hadas. Pepín es -como también Eduardo- un personaje lleno de ética, de sentido de la amistad, de solidaridad, de tolerancia. Alguien que quiere creer en las instituciones, en la verdad, y alguien que constantemente nos recuerda que si hubiera recibido apoyo y educación hubiera llegado a ser alguien diferente. Este me parece una perspectiva optimista porque si la sociedad llega a definir a los seres fracasados como esencialmente inferiores, como únicos responsables de sus fracasos, el único discurso que se impondrá será el de arrasarlos. Pepín quiere demostrar que son las circunstancias de inferioridad, de violencia y despojo las que llevan al fracaso y a la violencia.
Todo lo que no tuvo Pepín en su infancia le sobró a su amigo Eduardo, que nació en un mundo privilegiado. Pero también es un personaje fracasado porque todo lo ha perdido, menos una colección de fotografías, y en su vida en la clínica el único amigo que tiene es Pepín. Pepín, por cierto, es bastante machista, sin embargo demuestra frente a la homosexualidad de Eduardo mucha más tolerancia que la que éste ha encontrado en su entorno. Y Eduardo es un artista, un hombre culto, pero la compañía y la conversación que más disfruta es la de su amigo Pepín. Este también me parece un giro optimista, describir que personajes contradictorios puedan encontrar similitudes y respetar sus diferencias. En cierta forma, es una novela utópica.
Pero, en todo caso, optimistas o pesimistas, lo que creo haber intentado restaurar en estas novelas es una mirada acerca de mi propia sociedad, mi propio mundo, mi propia historia. Una mirada que quisiera menos escéptica y decepcionada, pero que no logro disipar porque al fin y al cabo pertenezco a esa cofradía que describe Carlos Noguera, a esa generación que se acostumbró a ver el mundo entre la rebeldía y la esperanza.
Caracas, Septiembre 1996
Notas:
[1]Salas de Lecuna, Yolanda. Bolívar y la historia en la conciencia popular. Universidad Simón Bolívar, Caracas 1987.
[2] Mata Gil, Milagros.“¿Ars Narrativa?” en Los signos de la trama: Ensayos sobre la escritura. Pag 54. Ediciones La Casa de Bello. Colección Zona Torrida. Caracas, 1995.
[3]Mata Gil, Milagros. Memorias de una antigua primavera. Editorial Planeta, Caracas 1989
[4]Mata Gil, M. op. cit. pag 81
[5]Mata Gil, M, op. cit pag 81-2
[6]Mata Gil, M. op.cit. pag 259
[7]Mata Gil, M. op.cit. pag 47-9
[8]Noguera, Carlos. Juegos bajo la luna. Monte Avila Editores, Caracas 1994.
[9]Noguera, Carlos. Historias de la calle Lincoln. 2a ed. Monte Avila Editores, Caracas 1991
[10]Noguera, C. Juegos bajo la luna. Pag 195
[11]Torres, Ana Teresa. El exilio del tiempo. Monte Avila Editores, Caracas 1990
[12]Torres, Ana Teresa. Doña Inés contra el olvido. Monte Avila Editores, Caracas 1992
[13]Castillo Lara, Lucas Guillermo. Apuntes para la historia colonial de Barlovento. Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela. Vol 151. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia. Caracas, 1981.
[14]Torres, Ana Teresa. Vagas desapariciones. Editorial Grijalbo, Caracas 1995